viernes, 11 de febrero de 2011

El antisíndrome Casandra





   ¿Qué pasa cuando por la única garganta de Casandra, gritan miles de miles de voces? ¿Puede desoírse su petición a pesar de la maldición que sobre ella pesa? Dígalo no sé quién: ¿cuándo la voz de la multitud se muda en voz de pueblo? ¿Cuándo llega a los suficientes decibelios como para poder ser escuchada y respondida?... 

   Terrible la condena de Casandra. De los infiernos posibles, uno de los más apabullantes es el reservado a los profetas malditos. Dice la conseja jesusiana tradicional que lo difícil es ser profeta en su tierra, algo que según la experiencia, dudaremos mucho de que sea verdad, que los pueblos son muy mitófilos y se inventan su propia mitología a conveniencia. Lo fácil, al contrario, es ser profeta en su tierra siempre que sus vaticinios les sean favorables, momento en el que dicho profeta (o^ algo similar más bien, que profetas de verdad suele haber más bien pocos) se verá encumbrado hasta las estrellas, propagado su nombre a todos los vientos, promovido a la bendición de las naciones. Pero, ¡ay, del que avisa de funestos eventos!. Como no podía ser de otro modo en Troya. Su condena que más duele, como en el caso de Casandra, será el de las palabras que se vuelven mudas, que dan con sus alas en el cristal transparente pero que nunca se rompe, el ahogo del pájaro en su recinto cerrado, el corazón del gorrión -todos somos gorriones en un momento dado de la vida- no puede aguantar el latido tan alocadamente frenético, se hinchan las venas y explota. A la mañana siguiente, el gorrión, que ha ido rompiéndose la cabeza contra el cristal en la cerrada habitación, habrá perecido no por contusión cerebral sino porque nadie puede tener un corazón tan amante de la libertad encerrado en compañía de tan atroz congoja como es el de comprobar que siempre se choca contra el cristal del encierro, siempre. Las palabras del profeta son radiantes pero nadie se las cree. Esta es la maldición y la historia de este malditismo nos viene de lejos, desde los primeros vagidos del espíritu clásico aquí en Occidente (posiblemente aún mucho antes desde civilizaciones anteriores y no quisiera referirme, únicamente, a los consabidos de la Biblia y del ritual de los difuntos (poseedores de la verdad, por antonomasia), que, para algunos al menos, en ellos se refugia, preferentemente la verdad ("liber scriptus proferétur, in quo totum continétur, unde mundus judicétur', que reza el quinto de los trenos del 'Dies irae'), los Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, etc, con su carga de presagios funestos, sino que la figura que busco es la de una mujer de belleza tan intrigante para llamar la atención del radiante dios Apolo, tan ardientemente defensora de la libertad como el gorrión que muere al ser privado de ella. 

Apolo.- 

   Casandra es el arquetipo. La guerra de Troya, acaso como todas las guerras en definitiva, es la proveedora de figuras- mito. Una de ellas, la más patética, Casandra, princesa de Troya, hija del rey Príamo y Hécuba, sabedora como nadie de cómo y por qué hay que desconfiar de los dones que, a veces, tan generosamente al parecer, nos propician los dioses. Nadie como el incisivo Heinrich Heine para hablamos del endemoniamiento de esos dioses, que los sorprende en el momento cumbre de su decadencia, cuando, con el definitivo triunfo del cristianismo -¿habrá que releer la historia de Helena y su hijo Constantino?; ¿valdrá la versión, por converso sobre todo, de Evelyn Waugh?; ¿mejor acercamos a través de la biografía novelada del sobrino apóstata Juliano de Gore Vidal?-, dice Heine, se vieron en apuros y ante penosas dificultades, parecidas a cuando los titanes asaltaron el Olimpo y no les quedó otro camino que el de huir. Y, cuento aquí el episodio de la estampida de los dioses, versión Heine, aunque lamentable desprovisto de su sentido de la sátira, porque nos permite encontramos con los momentos bajos del dios Apolo, de cuando lo sitúa llevando una vida de cabrero en la Baja Austria aun cuando la presencia de un dios se hace perceptible siempre por algo y es el caso que se hace sospechoso por la belleza de su cantó por causa de un monje erudito que le identifica como dios y sufre tormento y canta antes de ser ejecutado y otra vez enamora a toda mujer que se le acerca y se teme que fuera confundido con un vampiro aun después de haber sido enterrado y se le exhuma para clavarle la estaca en el corazón, no hallándose su cuerpo, que es que Heine le había inventado la resurrección, como se esperaba de su pluma que lo hiciera. Este Apolo encantador hasta en las mismas fronteras de la tumba y aún más allá, de cuerpo adornado con todas las gracias y perfecciones de la juventud y la belleza, pero, sin embargo, de repetidos fracasos amorosos, dios de los adivinos, resulta ser, al mismo tiempo, y no es difícil entender por qué, dios del rencor, que en esas sus aguas cenagosas baña el rechazo que recibió de Casandra y de ahí su infame y cruel castigo: adivinar el futuro y nunca ser creída, palabras ya siempre obstinadas en perforar el muro infranqueable, el nodulo imposible de desanudar de la impotencia, que se eleva la voz a grito y permanece muda, que las palabras son bandadas de pájaros que chocan contra lo impenetrable antes de llegar al horizonte, que los pechos estallan de rabia contenida de ver cómo todo conato de vida se desmaya y el paisaje es sólo un campo de amapolas marchitas. Tropecé el pasado día, de nuevo, con Christa Wolf en su "Kassandra", me puse a leer compelido por no se sabe qué fuerza extraña de urgencias, y nada más inaugurar la lectura casi, en un sólo renglón, me fue dada la esencia de esta mujer mítica, en ese soliloquio que es la novela y en donde llega a decimos, desde la hondura de su dolor de desoída, esta llana confesión: '¿Por qué quise, por encima de todo, el don de profecía? Hablar con mi propia voz... pero, ¿a quién? ¿A ese pueblo extraño, tímido y desvergonzado, que rodea el carruaje?'... 


Nunca, Amén.- 


   Es hora de aplicar el efecto del mito de Casandra a situaciones de la vida política bajo cuyas irradiaciones vivimos. Visto desde la realidad que padecemos, lo peor no es el síndrome de Casandra, sino diría yo que su antisíndrome. Mientras ella proclama a voz en grito la verdad que le ha sido revelada y nadie se cree lo que viene diciendo, resulta que, por el otro lado, la voz antiCasandra cuenta sus patrañas y hay una parte del pueblo, digamos que troyano, tan crédula, que parece que se lo cree todo, se lo cree a pies juntillas y la marea crece y va creciendo, y originando aquella sinrazón de la que fue víctima Casandra, de que, poseyendo la verdad fue vituperada, mientras eran sus detractores los que se ganaban la confianza del pueblo al que se dirigían. Digamos que,"sic voluere dii"; pero nunca, "Amén".