viernes, 11 de febrero de 2011

De un fruto amargo

   ¿De dónde al corazón esa amargura? Su inclusión en esa nómina de lo amargo o del amargor, se debe, muy en particular, a Ignacio Aldecoa, el impar escritor vitoriano. Puso ese titulo, 'El corazón y otros frutos amargos' (Edit. Arión, 1959) a una colección de relatos que los escribía con maestría difícil de superar, y quien se llevó la mejor o mayor parte del reparto fue ese singularísimo músculo de los cuerpos animales, el más ' cordial' sin duda, por pura etimología (cor, cordis), pero también por condicionamiento y características cuando del corazón humano se trata, que nunca se sabrá, creo, por qué convencionismos atribuidos o asignados a ese nombre se le ha hecho símbolo de un sin fin de despropósitos, acaso mejor entendible ahora si, como entonces, fuera con personajes como Juan Montilla López, de Barbarroja, a su llegada a ese pueblo de 'tapias altas como un cementerio, blancas como las de una plaza de toros, tristes como de una cárcel de ciudad provincial', quien plantado en tierra, la 'maleta de madera de soldado o de emigrante' al hombro, mira, hacia la estación que acaba de dejar con algo de huérfano en la mirada una vez que el tren ha desaparecido y' siente que el corazón se le alarga, que al corazón le ha nacido algo desconocido hasta ahora', que escribe Aldecoa poniéndose en tercera persona cuando ya está metido dentro de su protagonista que es lo que hace cualquier escritor cuando de ponerse en trance de sus criaturas se trata y desde donde observa que está, están, estamos (la gama del verbo estar al completo), en una situación diríamos que de cierta desazón, de un impreciso sentimiento de inquietud en nebulosa, en ciernes de algo que fuera a pasar y se espera que pase a no tardar y tarda sin embargo en la espera, que es algo parecido a lo que dijera antes el mismo Aldecoa cuando estaba entretenido con' el fulgor y la sangre' y escribía sobre el cuartel de la guardia civil en soledad de mujeres febriles por el acucio de la suerte de sus maridos, la feria de fiestas con tintes de tragedia en lontananza, y ' la espera está hecha de una vaga sensación de desamparo'..., que escribe. Cuestiones de la orfandad del cordón en todo, qué duda cabe„, 



Alberto Basabe.- 


   Leo a mi compañero y amigo (no me hace falta el 'sin embargo' de Alfonso Sánchez, tan escuetamente sugeridor de los peligros amicales) Alberto Basabe, coalumnos que fuimos en las aulas jesuíticas del bachillerato allá por los cuarenta mediados, el azaroso futuro con imágenes de noviciado para él y quién sabe qué meándrica vida llena de zozobras para mí, que no se sabe por qué no se abraza la vida religiosa o aún más la monástica, de mayor seguridad ante los embates del mundo, por parte de los 'mansos de corazón, que son los que no tienen ira, ni aun casi movimiento de ella, y sin embargo poseerán la tierra como señores de sí mismos' (gran lección si bien se mira del Astete, que si así hubiesen enseñado de verdad en ikastolas y seminarios otro gallo nos cantara en materia de terrorismos, qué duda cabe). Leo con acendrado interés la página 62 de su recién publicada 'Metafísica del hombre y de la convivencia', en donde apuntando al corazón', viene a decimos que es general en las culturas que han florecido en la tierra (...) considerar al corazón como centro de gravedad de toda la pretensión vital de la persona, y como el depositario último de la sinceridad'. Y no se sabe qué ramalazo de sorpresa visionaria nos arrebata cuando, acto seguido, seguramente para mejor fundamentar su apropiación también de la simbología cordial, nos dice que 'es significativo que en la Biblia la palabra que aparece mayor número de veces es 'corazón'. Más de setecientas veces'. Bueno es saberlo para ponerse a estudiar su deterioro y para declarar, en forma de minúscula gragea de pensamiento que,' a mayor abundamiento de la palabra, más clarines proclaman su desplome', qué así, parecidamente, dicen que proclamaron igualmente los cuernos de camero de bocina y la voz de los pueblos a gritos, siete vueltas a la muralla con el arca siete días seguidos, la calda de los muros de Jericó ante las huestes de Josué, hijo de Nun, asistido por las fuerzas emergentes del surca, corazón del pueblo de Jehová (nunca sea pronunciado en vano su Nombre). Setecientas veces el nombre de 'corazón' en la Biblia, amigo y compañero Alberto, y... ¡cómo no llorar su desplome a lo garcilaso, -'salid sin duelo, lágrimas, corriendo'- cuando estamos viendo lo que vemos... 


Picaresca.- 


   Pero, a todo esto, ¿piensa el corazón?... ¿siente el corazón?... ¿ama el corazón?... ¿Es el corazón el centro de las almas?... Si decimos que sí, ¡ay, corazón, qué desgracia! Es verdad que ninguna persona deja de citar al corazón en sus diálogos consuetudinarios; que ningún gran escritor ha desdeñado las ayudas de su numen; que ningún enamorado se ha hurtado a las caricias de su simbología pero es que resulta que ese reino del énfasis cordial que humea en la liturgia del trato casero se vuelca hacia otros terrenos y, particularmente a uno, que ha contribuido de manera apabullante a su hundimiento en la vergüenza indica, que se asoma uno a esa televisión nuestra de todos los días, y ¡qué bochorno de monstruos en desgañite, qué guirigay obsceno de gritos y aullidos!, colocado el corazón ahora ahí en el bajo vientre en vez de en el noble tórax. ¿Dónde, Alberto, 'la sede simbólica del querer y del amor' que es el corazón; dónde, ahora, eso que se asienta en lo que pudiéramos llamar 'centro sustancial del hombre'?. Si el genio de Cervantes resucitara seguro que daría una nueva versión del patio de Monipodio, es decir, con un plató en efervescencia de gritos horrísonos, la academia del mítico maestro de ladrones sevillano expuesta en sus personajes más conspicuos o más entrañablemente obscenos según se mire, la Gananciosa y la Cariharta y el Repolido y el Maniferro, y ese Lobillo dé Málaga que ya ha llegado y se ha aposentado frente a la cámara dispuesto a chuparla cuanto pueda que de ahí nace el hontanar de las ganancias pingües con solo manejar la lengua y ni siquiera manos de tahúr. Y, si en vez del manco alcalaíno, fuera el señor de la torre de Juan Abad, el llamado don Francisco de Quevedo y Villegas quien reviviera, pudiéramos sentimos en las mismísimas zahúrdas de Plutón, bien que por el camino cómodo y expedito y no por el lleno de abrojos, la colección de la mangancia y el desenfreno bullendo como gusanera bajo mordaz y procaz sol alanceador encima, dueñas y menegildas, mozas en venta ya no de su virgo que es episodio ya tan olvidado sino de carnes y mentes en fermento que hacen difícil saber donde fue a parar el corazón, ese fruto se diría que más adocenado que amargo al que una pandemia de monstruitos está exprimiendo hasta dejarlo en hilachas.