lunes, 14 de febrero de 2011

El calcetín

   Se dice que deben de veinticinco pero la indignidad empieza con la primera. Mejor dicho, con la idea de la primera, aunque no tratemos de entrar aquí en la distinción filosófica entre potencia y acto. Hizo bien aquel gran ordenador de la inteligencia filosófica en poner en terreno comparativo el pensamiento y la obra ya que, con ambos enfrentados, se percibe mejor lo que va del dicho al hecho, del bla, bla, bla mentiroso a la ignominia coi. En suma, que sabemos que hubiese bastado con una sola sentada para que se consumase pero que se nos dice que fueron veinticinco las veces que se sentaron unos frente a otros en una partida de varias sesiones pero todas escrupulosamente numeradas, y con una fuerte postura sobre la mesa. Una partida de tahúres en la que no faltaba, seguramente, el Colt 45 en la pistolera o el Derringer en la manga, que todo se puede disimular y lo que vale es la intención, tomo en todo. Un número redondo ése de veinticinco, es decir, la cuarta parte de otro aun más redondo, el cien, que tampoco vamos a dejar al margen la importancia del número que, en los viejos estudios, no sé si llegando hasta el trivium y el quadrivium, se cifraba en el diez, el guarismo perfecto de la suma suficiencia cuya solidez halló lugar idóneo de excelsitud hasta en el futbol, donde es máxima categoría llevar el diez en la espalda. Pero, al margen de todas estas disquisiciones numerales está la soberana lección del ejercicio continuado sobre la no- conciencia. Pongamos un ejemplo: cuando uno se convierte en asesino, es su primer asesinato lo que más cuenta. Ese primero, si el asesino es mínimamente humano y no bestia del todo, es posible, en el mejor de los casos, que le cause algún débil conato de nausea, Los siguientes asesinatos van contando cada vez menos; los siguientes van cayendo por el tobogán de la obscenidad cada vez, con mayor indiferencia. Mente y corazón han adquirido insuperable lisura y ya todo resbala. Ya no hay arcadas que sufrir y que contar. Su sustitución se hará por la vía del horror, pero tampoco eso cuenta. El ser humano, como también la bestia humana, ya se sabe, es un animal de costumbres y será ta costumbre la que regle su vida a partir ese primer paso. A fin de cuentas, el tratado de psicología que mejor nos explica, como si se nos hubiera hecho la vivisección, será ese sainete escrito por el mejor costumbrista, un trozo arnichesco de cada tiempo que vamos viviendo o que vamos muriendo. Es decir, la teoría del calcetín, vivir o morir según le demos la vuelta. Da lo mismo cuando el calcetín esté sucio por haber sido restregado en el arroyo. Pocas como aquella eximia mujer, Concha Espina, son capaces de rescatar para modelo de vida, un lema tan refulgente: ' Vivir se debe la vida de tal suerte, que viva quede en la muerte'. Aunque, también a ese vivir' le quede aún el fleco de una pregunta comprometedora, es decir, ¿de qué 'vivir' hablamos? Un 'vivir', que valga la pena ser recordado, advirtamos, que, tantas veces, mejor sería olvidar de poder ser olvidado. 



Giraudoux.- 


   Nunca supo Casandra lo que se perdía por no saber hallarle remedio a su maldición. Y cuidado que era fácil el remedio. Es decir, que, para ser creídos, lo mejor es mentir, que en esto consiste darle la vuelta al calcetín. Mírese alrededor, sobre todo a los pastos de la política y saque sus consecuencias. Algunas veces he citado antes a Casandra y me he dado cuenta de que hay alguna gente -mucha- que nada sabe de ella, y es que haría falta una reeducación en la mitología clásica en donde se encuentra la historia de todo el avatar del hombre. Digamos pues, brevemente, cuál fue la maldición de Casandra. Remostémonos, para empezar, a aquellos extraños tiempos en los que hasta un dios como Apolo -la belleza masculina en suma la magnificencia del sol y del arte campeando sobre su figura-, puede ser contrariado en sus pretensiones amatorias. A Casandra, hija de Príamo y de Hécuba, le es conferido, por trueque de amor con Apolo, el don de la profecía. Pero, por negarse a satisfacer al apolineeo, se le priva de la credibilidad aunque no de la certitud en sus calamitosos presagios. Nos señalaba Giraudoux que "La guerre de Troie n'aura pas lieu', mal presagio el que se deduce del título cuando saca a escena a Andrómaca que dice quo no habrá guerra pero Casandra qwe sí, que Casandra siempre tiene razón aunque nadie crea lo que ella dice. Viene luego todo el aparato de la provocación, la bofetada de Ayax a Héctor que lo soporta todo en su ilusa vía de la paz (¿a quién se parecerá en nuestros días), las negociaciones de Ulises entre ambos... pero el caballo de madera avanza y hay a quien, ¿casandranamente? le empiezan a fulgurar en la memoria unos versos quevedescos, aquellos que a don Francisco en añeja edad, le salieron a los puntos de la pluma en momento de cansancio irreparable y ahora recitamos. 'Miré los muros de la patria mía,/ sí un tiempo fuertes, ya desmoronados..' ¿Vale el quevedesco concepto de la patria y su desalentado discurso en lo presente? ¿Será hora de mirar al horizonte o de ignorar olímpicamente a Casandra? Esa es la cuestión', que diría el otro. 



Samaniego.- 


   Hay muchas histerias que pudieran contarse sobre verdades y mentiras, que la literatura está plagada de ellas y, acaso, la vida no consiste en otra cosa que en creer a los mentirosos y desconfiar de los que nunca han dicho otra cosa que verdades. Por no saber dar la vuelta al calcetín no extralimitándose en la broma, le devoró la manada el lobo al zagal mentiroso como nos cuenta Samaniego; y fue este mismo gran fabulista el que hablando del charlatán que sabía que 'el vulgo, pendiente de sus labios/ más quiere a un charlatán que a veinte sabios' (¿aprenderemos para hoy la lección de ayer?), dio en apostar con el rey, ahorcamiento por medio si no logra en diez años enseñar a ser un buen orador a un borrico, confiando en que 'en diez años de plazo que tenemos/ el Rey, el asno o yo no moriremos', suposición peligrosa que somos muchos los que hemos estado creyendo, día va día viene, y meses y años, que algún dios benévolo procedente de las altas instancias de Polloe nos viniera a salvar de tanta miseria política, tanta podre de violencias y fanatismos que hemos tenido que aguantar, que alguna vez hasta nos hemos puesto a remedar a Don Juan en su famosa escena del cementerio en su inculpación a Dios, y hemos recitado aquello de rogué a Polloe y no me oyó,/ y pues sus puertas me cierra,/ de mis pasos, en la tierra,/ responda Polloe y no yo', pero es que godot siempre tarda en llegar y la espera puede con toda esperanza y nos condena a soportar o tragar tanta bazofia 'antes de que el tiempo muera en nuestros brazos', o mejor, por mal que le pesare a Garcilaso, antes que perezcamos nosotros en los suyos. 



22-V-2007