jueves, 17 de febrero de 2011

Oscar

   Cuando el cadáver está ya sobre la mesa, las luces de la capila del cementerio encendidas, los cipreses bailando al compás del céfiro blando de Villegas, al forense empiezan a rebelarsele las preguntas, una rebelión en masa. ¿Está el Tour definitivamente muerto? ¿Por quién tocan ésta vez las campanas de Donne? ¿Es preciso haber padecido el cáncer (Lémond, Amstrong, Contador...) para encumbrarse en el podio parisino? Y, áhora que conocemos ya al ángel premonitor que va marcando lechos en vez de puertas, ¿pasó ya o cuándo pasará Oscar sobre los caminos que dejó polvorientos la llamada 'gran ronda francesa? (que es una manera de llamar en fragrante galicismo). ¿Ha oído alguien el maullido de Oscar, allá por los Alpes, o por los Pirineos, o en ese último duelo vivo de los alacranes de la pedalada contra el ominoso reloj que aquí sí que hiere segundo a segundo, el tránsito lacerado de un solo y buído lancetazo de urgencia por ahí por entre los viñedos que se extienden desde Cognac a Angouleme, un vaso de bon vino (Rabelais más que Berceo en la sombra), mejor una copa de campeón para alzarla con las mieles del vencedor rebosando de sus labios dorados, y en donde, al final era el todo o nada, la gloria a una carta, el ángel flamígero de la ruta estableciendo la clasificación definitiva. Pero la sombra de Oscár se siente cernerse ominosa a pesar de todo sobre todos los aledaños, en la mente y manos del forense sin duda, penetra en las tertulias indaga en los laboratorios, hace presencia en los cuarteles de campaña donde los ciclistas han extendido sus miembros a la sabiduría de los masajistas y saben rendirse al cansancio tan bien como a las tentaciones inasibies del triunfo que, en vez de hacer soñar, puede alancear con la mohosa herramienta del insomnio. Puede, digo y repito, que la sombra de Oscar, su lomo enarcado, puede haber pasado rozando a las ruidosas caravas, a las gentes errantes de los caminos, a las flámulas nacionalistas que exhiben su inmadura pertenencia a grupúsculos resistentes a la universalidad en la que todos nadamos querámoslo o no, y Oscar, dícenlo, se sienta al lado del muriente, y hay quien sabedor de sus dones interpela con abrir y cerrar de ojos qué ocurrirá, si se producirá o no el definitivo tránsito. 



Buzzati.- 


   Este Oscar, gatazo mensajero de la muerte, diría yo que ha sido arrancado, mejor que de las de Poe, de las paginas de un relato de Diño Buzzati, aquel, por ejemplo, titulado en su última versión española ("Sesenta relatos" Edit. Acantilado, 2006) como 'Siete pisos', que hasta podría incoarse una investigación literaria-numerológica sobre el dígito 7 en la obra del escritor italiano, atendiendo, por templo, a ese otro siete (Siete mensajeros), y más, que figuran en su opera summa. Del otro lado de nuestra ribera (señálese aqui el telón) definitivo que es nuestro stargate del único tránsito), a los siete pisos de la clínica de Buzzati opónganseles las siete vidas que, a Oscar, como ente gatuno, le corresponden igual que a Tomás Portolés, el personaje de Ricairdo León? en su sátira al psicoanálisis. Y cito los siete pisos' de Buzzati, porque, según las últimas noticias que me llegan de Oscar, lo veo un salirse para nada del último piso, que aquí no es séptimo sino el primero, el piso bajo, cosa que, como todos los pacientes que se allegaban a esa clínica privada, tampoco Giuseppe Corte lo sabía, que le hizo falta conversar con la Joven enfermera para saber que. 'el séptimo piso, o sea, el último, era para las dolencias muy ligeras. El sexto estaba destinado a los enfermos leves, pero a los que tampoco había que descuidar. En el quinto se trataban las afecciones, y así sucesivamente de piso en piso. En el segundo se encontraban los enfermos gravísimos. En el primero, aquellos para los que no había esperanza alguna', que le honra a Buzzati esta parquedad de círculos para su descenso a los infiernos cuando, si lo comparamos con el Dante, necesitó el florentino nueve círculos (divididos algunos de ellos en varías esferas) para cumplimentar a todos los invitados a su infierno, que si no, no cupieran. Pero, volvamos a Oscar, a pesar de que, como siempre, la divagación nos resulte tan tentadora... 



Zagajewski.- 


   Dícenlo las agencias informativas (y vuelvo con ello a la actualidad, abandonando el medievo dantesco y las filigranas criptofántasistas de principios del XX italiano con Buzzati, Bontempelli, etc), que un gato, el llamado Oscar, tiene en algunas de sus antenas bigotudas (o en todas ellas) una sensibilidad especial para rastrear el paso de la Gran Señora, ésa bajo cuya capa de cenizas cabemos todos. Predecir la Muerte, según qué casos, no es don de maravillas milagreras que Ella sabe mostrar como nadie su tatuaje, déja los labios descoloridos como frutescencias de mora, el azul cárdeno por los pómulos y la sotabarba y las ojeras cada vez más de negror profundo bajo los ojos al infinito que alguien se los cierra para siempre, y ya estamos en lo oscuro total y ese aletear de las manos hacia los bordes de la sábana como si le entrará el prurito, del planchar, coquetería fina). Dícenlo las agencias informativas que allá por Rhode Island, EE.UU., entre los residentes del Centro de Rehabilitación para Ancianos de Providence, el gatazo Oscar, ojos hieráticos como corresponde a cualquiera de su alta misión, labios leoninos, pendiente el sonajero o cascabel fúnebre de su collar, llega hasta el lecho del agónico y se queda quieto, que por ése su aviso preguntaba yo por el posible funeral del Tour, que de acontecer así, le queda a uno como ese dolor fantasma del miembro que nos sigue doliendo después de su amputación, que si el Tour se muriera (y entre la UCI y ASO se tiran y quieren devolverse esa pelota), desaparecieron con él, no sólo los recuerdos y las leyendas sino también esas tardes de julio de los últimos Tours en las que, más que el pedaleo de los hombres que sudan sus maillots sobre la bicicleta importa el paso y repaso de los pueblos y de sus gentes, el arte de los arquitectos y de los campesinos, las mieses amarilleadas, las piedras goteantes de historia, las iglesias sobre todo, ¡ay las iglesias ! de las que Adam Zagajewski hace su apología poemática en 'Antenas' (Acantilado, 2007), iglesias con ese encanto polimorfo de las grandes revelaciones sean o no humildes o señeras, iglesias de templos románicos, la invisible de Pascal o la de Claudel pero tan presentes y de las que habla como pudiera hacerlo de las de Balzac o de Flaubert y tantas de tantos otros, catedrales, abadías, basílicas, capiteles románicos, 'iglesias de Francia, oscuras vasijas donde yerra la tímida llama/ de una poderosa luz', como verso con que' finaliza el poema, una ráfaga de continuada belleza que nos ha ido regalando, tarde una y otra tarde, la atenta cámara del helicóptero de turno... 

31 - VII - 07