jueves, 17 de febrero de 2011

El silencio

Casi todos los que mucho hablan parece que sienten como una especial admiración por el silencio. Será, supongo, por la vieja teoría de la atracción de los contrastes. Lo cierto es que, por una cosa o por otra, es fácil ir encontrando sentencias lapidarias sobre el silencio, escritas generalmente por los que tanto abrieran la boca para no decir nada. Y, de entre tantas expresiones admirativas, la más certera para mi, -la más imaginativa, la de más altos vuelos, la más filosófica, la más diplomática, la más ubicua y de mayor explanación sobre tiempos y geografías-, aquella que nos dice que, 'en boca cerrada no entran moscas', un dicharacho entre Perogrullo y Buda, es decir, dos extremos de la locución humanoide, magnifica síntesis para los aficionados a la perplejidad, modelo insuperable de comportamiento para los que, sobre todas las cosas, estiman como valor magno el de la convivencia. Y, consideradas así las cosas, 'con la mosca en la oreja' ante todo lo dicho, cualquier giro de la cabeza hacia el pasado (que ya dejó dicho Cocteau aquello de que 'Cuando inventamos algo viene el pasado y nos lo copia') nos hace ver la imagen de esa mosca como el icono representativo de una edad, la de la mitad del pasado siglo con modos y modelos tan significativos como aquella canción tan absolutamente invasiva en su memez de todo un tiempo como llegó a ser la vaca lechera que 'mataba moscas con el rabo'; con aquella obra sartriana que veía a las erinias vengadoras del matricida Orestes vertidas en moscas pegajosas (tan temibles casi como 'las cojoneras' con las que los políticos en general no dejarán de escoltamos hasta la tumba y sólo cederán, esperamos, ante los gusanos); con el poema por siempre incorrupto de Dámaso Alonso, quien después de cantar de 'cuando zumban y zumban y zumban los insectos,/ cuando me duelen los insectos por toda el alma', contempla a la mosca ante 'el inmóvil decúbito supino' del cadáver en la sala mortuoria 'zumbando, vibrado, girando, runflano', que todo era sin duda porque a la casa del velatorio del difunto no había llegado todavía el 'flit' (que no me acuerdo bien si nos llegó a todos si antes o después del 'aceite inglés, parásito que toca muerto es", y el ddt luego, etc, etc), toda una edad del reinado de moscas los establos a los templos gastronómicos. 



El arzobispo.- 


    Se equivocaba recientemente el arzobispo castrense cuando dijo la frase: 'Nos deja sin palabras esta muerte miserable'. Y lo decía en un lugar que contempló a tantos asesinos miserables matando, claro está que miserablemente, porque nadie ha sabido asesinar de otra manera y aquellos menos. Sin paleras y con muchas lágrimas como siempre nos deja la muerte en las personas que saben sentirla; sin palabras y con bellos reflejos en ese sentimiento tallado ,en adoración que puede sentir una madre ante su hijo que se hizo mayor como para darle yá no se sabe qué arma cuando hoy todo está tan sofisticado que pronunciar el nombre de un fusil último modelo es ir infinitamente más allá que pronunciando o espingarda o trabuco o aquella úñtima 'fusila", la mora porque así la llamaban aquellos rifeños que atravesaron el Estrecho (por entonces más ancho de lo que ahora lo encuentran los cayucos, pateras, etc, y no se sabría decir si con mejoras perspectivas puesto que también era la muerte la que tocaba a rebato por la geografía española). Pero no estaba lo 'miserable' en la muerte que fue ahí donde se equivocó, quién sabrá por qué, el arzobispo castrense. Acaso es que le falló la sintaxis o la gramática toda en ese cruel y definitivo momento de romper el silencio ante dos cadáveres cuyos féretros, portados por 16 paracaidistas, avanzaban a paso lento, paso funeral, tensos los músculos de las piernas en un vago andar de fantasmas pese a la reciedumbre de sus pisadas pero negándose los ligamentos de las rodillas a flexionarse, a paso hierático, paso robótico, más duro su andar ¡ni comparación! por supuesto, con la andadura monofásica del monstruo que ideó el genio extraverso de Frankenstein. Y fue en Paracuellos del Jarama (nombre mitico, nombre emotivo y nombre invocativo y nombre evocativo del asesinato fosal ¡qué caramba!), donde se nos decía que se celebró ese oficio de difuntos de dos soldados caídos en Afganistán y que a nadie he oído decir si asistió o no, por aquello de que el asesino siempre visita su escenario, un individuo disfrazado bajo peluquín; lugar de una sola fosa pero tan larga que los metros se van sumando y habrá que recurrir a provechosas lecturas de historiadores varios para saber algo de su longitud y sumar algunos datos a la 'memoria histórica', que terminemos diciendo que no fue muy afortunada la frase del arzobispo porque no es que sea esa muerte miserable la que nos deja sin palabras, más bien lo miserable fue (en otro tiempo pero siempre es en el mismo, que los tiempos se repiten) aquel exquisito y cerval miedo a no querer despertar al ogro o no se sabe bien si qué clase de vergüenza, lo que hizo que los cadáveres de las víctimas fueran sacados por la puerta de servicio de las iglesias, el que taponó las bocas de tantos popes de ciertos lugares, y si entonces tanto se calló con asesinatos cercanos, ¿a qué culpar a la muerte miserable de dejarnos sin palabras cuando pudiendo decirlas no se pronunciaron, monseñor? 



El almoraduj.- 


    En un precioso poema 'Rincón de la sangre' que se paladea como delikatessen poético, el malagueño Emilio Prados (1899-1962), en su 'Jardín cerrado', delató la intensa fragancia de la mejorana: 'Tan chico el almoraduj/ y... cómo huele!/ Tan chico./ De noche, bajo el lucero/ tan chico el almoraduj/ y, ¡cómo huele!./ Y, cuando en la tarde llueve,/ ¡cómo huele! Pero cabe cantar también lo hediondo como en Tebas y, según don Guillermo, hay algo en Dinamarca que huele a podrido. Pero aunque se proclame a gritos la pestilencia hay quienes quisieron no tener el sentido del olfato y nada huelen, que es verdad que no hay peor olfato que el del que no quiere oler. ¿Será que todo consiste en domeñar los sentidos y sumergirlos en el voluntarismo? Hay en el éter nacional, entre negrísimos nubarrones, no se sabe bien si roncas, fintas, simulacros, amagos, desprecios, talantes, diga cada uno lo que quiera, pero algo fuerte se huele y no precisamente a rosas, y muchas cosas se han dicho que parece como que no se han querido oir. Diríase también que, una vez más, se ha roto un silencio y hay un ámbito granado de esquirlas hirientes, como de trozos de botellas de vidriosos vidrios (que no es redundancia). Palabras que han sonado como blasfemias y es que será que se quería blasfemar como siempre se ha querido. Pero, salvo alguna estrofa en barbecho, terminemos de recitar el poema de Prados, que bien se lo merece: 'Y, ahora, que del sueño vivo/ ¡cómo huele,/ tan chico, el almoraduj/ ¡Cómo duele!.../Tan chico'. 

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