martes, 1 de febrero de 2011

Mimbres



   Nunca una bofetada resonó tanto, ni unas canastas ganaron tantas glorias. Se nos aboca, en una misma semana, a recordar una bofetada épica sobre el bello rostro de una mujer a la que le bastó hacer streptease despojándose solamente de los guantes para organizar una berrea de machos inconsolables por sedientos (que a esos pagos nos remite la necrológica de Glenn Ford, allegado con el tiempo a la escala vetusta del nonagenario) y junto con esa estampa imperecedera se nos habla de una victoria sobre todos los países del Universo Mundo en asunto tan baladí aparentemente como el de ir metiendo pelotas en un cesto o canasta que unos ángeles celestes mantienen en las alturas de un deporte de gigantes, mientras desde las estalactitas del casado se desprenden esquirlas atañentes a la España mítica de invicta trayectoria hasta Rocroy, que son imágenes que pertenecieron a esta España que fenece ahora ahogándose en un lago que va perdiendo aguas por todos sus lados separatistas (que le son muchos), heredera venida a menos de un imperio en donde se obligaba al sol a estar siempre presente y que cobra de tiempo en tiempo notables impulsos cuando se llega al terreno deportivo, en el que, de un tiempo a esta parte, surgen figuras de admirables perfiles o pergenios (que no sé con qué término quedarme), coincide ahora esta gloria deportiva de meter balones en la canasta con una revisión de sus mejores tropas o de mejor fibra, los Tercios de Flandes -Alatriste- en las pantallas cinematográficas. ¿Presagian estos triunfos la venida de una edad en la que Felipe III recobrará esplendores de su homónimo antecesor? ¿Es que tenía razón Wilde cuando hablaba de la importancia de llamarse Felipe, digo Ernesto? Y, ya dicho lo anterior, ¿nos ponemos a hablar de los sortilegios de las cestas de mimbre? 


Don Emiliano.- 


   Un portorriqueño (puertorriqueño ponía la breve del periódico como aconsejan los Libros de Estilo pero yo me quedo con el gentilicio más fetén y recomendado por el Casares, un portorriqueño por lo tanto), Emiliano Mercado del Toro, declaró, según su sobrina Tomasita Ruiz, que "está cansado de vivir'. Que es que, 'a veces grita que no quiere vivir más', confiesa la sobrina como si se encontrara ante algo tan inconcebible que todo se le desmorona. Clamaba pues Eimiliano Mercado del Toro, según su sobrina Tomasita Ruiz, por el afán de morir, pero no a la manera del místico que vive sin vivir y muere porque no muere (que esas son otras revueltas aunque también metafísicas) sino por el cansancio del vivir, algo como el taedium vitae (aquel virus tan tenaz que dominó las riberas de una época europea cuando el aburrimiento era tan insoportable que precisó hasta de una guerra para desenmohecer tanta herrumbre como se había juntado en sus goznes), orillas del río vital por las que transitan todas las tardes esos mosquitos en tan gran bandada o desbandada como las de las mujeres como lo proclamaba en esa 'Gilda' de recuerdo reverdecido Glenn Ford, mosquitos en miríadas que en las tardes de verano vigilan sus fruncias en busca de víctimas propiciatorias para clavarles su púa de cínife cínico (que no es esto lo confieso paladinamente, otra cosa que un juego de palabras y de fronteras para dentro también, su enzarce o engarce de palabras, su eco polífono)... Decíamos, en definitiva, y a propósito del portorriqueño Emiliano Mercado del Toro y de su portavoz y sobrina Tomasita Ruiz, que estaba harto de vivir, y que lo decía con más furia, por supuesto, que la expresión admirada de aquella vieja dama que sorprendí en confesiones intimas un día en una expendeduría de harinas elaboradas (llamada antes, panadería) cuya queja tenía algo del suaviter in modo´de la figura de Job en el estercolero hacia el genitor de sus desgracias, y es que se quejaba la dama en cuestión de que Dios se había olvidado de ella, olvidada en vida cuando esperaba en la muerte, palabras que las oí lo juro, y se quedaba mirando hacia no se sabe dónde, seguramente a ese infinito que estándole tan cercano tan lejos lo veía, la muy vieja... Será ya hora de proclamar, supongo, después de un tan largo exordio que suena más bien a incordio, que el portorriqueño Emiliano Mercado del Toro lleva, sin ostentación (que recojo la palabra de los sueltos de prensa pero que no se ajusta a la realidad) sino con relativa resignación, el grave peso de sus años que son tantos como 115 desde que nació, y que sucede en mimbres de la supervivencia de la carne que se hace mojama en vez de podre, a la benemérita (nada que ver con los sucesores del de Ahumada), a la egregia María Esther de Capovilla, de tierras ecuatorianas al parecer, que hubo cumplido los 116 y se marchó definitivamente, nunca sabremos dónde, no se dice si harta o no de vivir, que también tiene derecho a ser sensación solipsista y de intimidades inescrutables. 


Báquica. - 


   Y, ya que de mimbres hablamos, con cuáles se han construido las catedrales del vino, que, en un paseo de pie cambiado, pasamos del misterio de las catedrales a las catedrales del misterio. Fulcanelli, él mismo un misterio en su identidad de nombre y de hombre, habló de ese misterio envolvente de esos grandes edificios del pasado que, según él, entroncaban el sentimiento religioso con la alquimia y, es de esperar que, con la debida inspiración y parsimonia de tiempos, alguien nos descubra el fondo germinal de las catedrales del misterio que jalonan ahora, leo en la prensa, las rutas del vino, un loor y olor a divinidad báquica como poco y ensalzada por los Ghery (Elciego-Marqués de Riscal), Calatrava (Laguardia-Ysios), Maziéres (Laguardia- Cvne), Aspiazu (Samaniego-Baigorrí), etc, hombres expertos en aras votivas aun desde la misma iconoclastia de viñedos y mostos que son elixires que nos elevan el techo de las imaginaciones y delirios hasta poder llegar, en tragedia insuperable hasta en sintonía shakespeariana, al último de ellos calificado de `tremens´, horror de horrores. 


Perdona a tu pueblo, Señor. - 

   Los mimbres del perdón se tejen, preferentemente, bajo las cúpulas de catedrales e iglesias. En pedir perdón y concederlo -en nombre de otros, por supuesto, que siempre es más fácil- son maestros los eclesiásticos, que lo han adoptado como oficio. Acaso por el husmo teocrático que se nos ha quedado en este país en el que vivimos exiliados -nada mejor para darnos cuenta de nuestro exilio que leer ciertas encuestas- en el ejercicio del perdón se usan mimbres tan flexibles que por sí mismos buscan su propio itinerario, más interesado que razonado. De mimbres más bien inaceptables hablaba pues, el otro día. el vocero de Vitoria-Gasteiz que quiere asumir la representatividad toda del país y pergeña planes de exquisita insolvencia, y de un especialísimo perdón sine qua non, un cardenal transbidasotarra, experto, al parecer en mediaciones; inaceptables, todo lo cual me hace recordar aquel canto procesional que figura aquí como ladillo.