miércoles, 9 de febrero de 2011

La sordera

   Sustituir el sonido de las palabras por el pensamiento es patología que sufrimos los que perdimos la agudeza de oído, Lo que nos lleva a ir elucubrando, entre nostalgias y hervores de entre pasado y presente, que viene a ser como la ética del prisionero, que de, tras las rejas, opta por volar sobre lontananzas en revisitación. Que es lo que me pudo ocurrir el pasado sábado cuando, asistente a una comida de curso, pero emparedado naturalmente en mis limitaciones óticas, di en pensar en cosas tan dispares como la genealogía de ciertas palabras (palabros) por una parte, y el fluir de las edades por otra, choque de entidades de difícil conexión y, sin embargo, optantes las dos en encontrar cuña penetrante en el curso del pensamiento. 


Palabros.- 

   Cuando las palabras, de exquisita femineidad, suenan mal, se convierten en machos, es decir, en palabros, que lo digo yo que no tengo por qué sentir tentaciones feministas aunque sí, por supuesto, femeninas. Y pensé que, además de por otras muchas tropelías, cabe hacerle responsable a la política y a sus extensiones colaterales incluidos el terrorismo y otras plagas, de haber inventado y puesto en circulación alguno de ellos, horrendos siempre. Uno, por ejemplo, "zulo', que por directas vías de comunicación del terrorismo con ja abyecta vida que nos ha venido proponiendo -nada más nauseabundo que la falta de libertad que supone su atroz tutela- se nos ha colado a manera de viras que atraviesa por osmosis todo tipo de tamiz, un trasvase tan heterogéneo de un elemento que nacido en el seno de la lengua vascuence ha tomado carta de naturaleza en el léxico castellano. 
   Hoy por hoy, supongo, el "zulo' para la mayor parte de los peninsulares, desde los pirenaicos hasta los penibéticos, es ese agujero en donde se pueden esconder armas, personas y otras herramientas de extorsión y muerte. Que, nada más lejos de lo que el tal 'zulo" significa y supone para los veteranos vascos que somos ya tan pocos y que, a pesar de haber soportado durante tantos años ignominias sin cuento, conservamos la esencia, la raíz, la base y el fundamento de esa y otras palabras en su prístina semántica particular, palabra ésta de 'zulo' que volviendo en concreto a ella, tuvo su alternancia con la proyección que quiso otorgársele desde algunas propuestas escultóricas, la persona de ese hombre multidisciplinar, escultor, poeta, revolucionario iconoclasta de viejos perfiles antropológico- étnicos en su propio suponer, etc, etc, que se queda agazapado como el cangrejo ermitaño en la arena vestido con no se sabe qué conchas ajenas y desde su oquedad va elucubrando sobre el horizonte que, a medida que el tiempo va pasando y más que se abre se cierra. Y, junto a 'zulo' (palabra en vascuence que viene a ser palabra en castellano) y que me da por suponer que pese al mal gusto de su empleo acaba de encontrar acomodo, aunque sea a codazos, en las columnas periodísticas hodiernas, incluiría por la sazón del tiempo ese otro término de "manifa' ante cuya mera pronunciación se corren de gusto los autollamados "progres', espíritus tan reliquiados en el pretérito pluscuamperfecto que vienen a ser como fantasmas de sí mismos. La "manifa', que es horripilante emasculación de una palabra qué pronunciada en su totalidad nadie podría decir que fuera propulsable hacia metas mínimamente estéticas, reducida al estado jíbaro se nos vuelve tan gomosamente repugnante que se nos pega al paladar y nos dan bascas (¡cuidado con tentaciones que nos pudieran llevar a desviaciones ísofónicas!). Y saco a colación este segundo voquible por su protagonismo en el presente momento de la vida actual en esta península qué, a pesar de todo, y a trancas y barrancas, contra viento y marea, persiste aún en ése su empeño, de tan tozudas perversiones, de seguir llamándose España. 

   ¿A qué se deberá esta horripilante caída en los malsonantes pozos del léxico? No faltan espíritus sabedores que nos regalen teorías. Escribía Jorge Luis Borges en un texto titulado 'Examen de metáforas' e incluido en 'Inquisiciones' (su primer libro que publicó allá por 1925), que los preceptistas Luis de Granada y Bernard Lamy se acuerdan en aseverar que el origen de la metáfora fue la indigencia del idioma. La traslación de los vocablos se inventó por pobreza y se frecuentó por gusto, arbitra el primero. La lengua más abundante se manifiesta alguna vez infructuosa y necesita de metáforas, corrobora el segundo'. ¿Puede pensarse asimismo en producto de pobreza lexical cuando se trata de dar cabida a esos términos intrusos y malsonantes procedentes de la canalla coloquial y que hacen nido en tanto botarate?... 



La comida- 

   Una comida de curso, si no es un curso de sociología resulta ser, sin embargo, un curso sociológico, como todo en esta rarificada tierra. Y, es que, vivimos en plena sociología, en arduo ejercicio de sociología para mejor expresamos. Y, para mayor claridad, no hay más que pensar en que, a pesar del compañerismo y la amistad, hay que medir bien con quién se puede hablar o no con libertad, que ya se sabe que ahora sí que hemos topado con uno de los más difíciles istmos de nuestra convivencia vasca. 
   Pienso, sin pararme a pensar sin embargo, en este grupo de ancianos que me rodean. Son gentes que la vida puso en mi camino. Compañeros primero, amigos siempre. Es el .curso, mi curso, y queda dicho todo.; De los compañeros de curso creo que se ha escrito mucho, quizá demasiado. No sé por qué, aquella vieja ligazón procedente de una casualidad persiste aunque supongo que su razón de existencia puede estar no sé bien si en los laberintos o en las arrugas de la vida. El" ¡Adiós, Mr. Chips!', tanto de James Hílton como de Sam Wood (aquí sobre todo de Robert Donat) acostumbra a ser reiterativo hasta edades muchas veces prohibitivas. Allá por el 47 del pasado siglo terminó nuestro curso (que digo que terminaron sus estudios pero no su recuerdo). Año tras año, el curso se renueva en esa especie de repaso de lista que supone saludarnos los vivos y recordar a los muertos. Cada año, la mesa que en determinado tiempo, allá por el 47 y siguientes fue grande, fue achicándose. Miro ahora a la gente, una veintena, sentada en el mismo salón comedor de entonces y en donde está,, todavía, al lado, aquella mesa grande a la que nos sentábamos antes, ocupada ahora, por una cuadrilla, de jóvenes sesentones (que de ninguna manera se trata de un oxímoron) una gran mesa que también para nosotros era pequeña entonces y oigo sus exclamaciones juveniles que, a pesar de ser extremadamente educadas, saltan al vacío., espontáneas, llenas de natural alacridad. Y pienso, me quedo pensando, en el impiadoso mensaje que la ley de la vida me inspira para mandárselo a mis vecinos; "Dentro de trece años seguro que cabréis en esta nuestra mesa donde nosotros ya no estaremos'.