martes, 22 de febrero de 2011

El conejo



   Si ya hace mucho tiempo que compitió con el visón y la chinchilla en su carrera de cubrir los bustos de encopetadas damas, los hacen disputar ahora por la mesa navideña en lucha con pavos y besugos. Nunca se vio el humilde conejo en trance parecido, y todo porque gentes de gobierno situadas en altas esferas así lo han decidido. Lo del conejo parece como una poesía humorística de aquel médico versificador y sainetero que se llamó Vital Aza (1851-1912), y de quien todos saben al menos las peripecias vividas por un médico cazador tratando de abatir un conejo. Lo de este animal, ya se sabe, se presta a chistes sicalípticos o desvergonzados depende de en boca de quien, que a la plebe nacional le sale la inverecundia hasta por las orejas cuando asoma la ocasión tan calva, y nunca la pintaron mejor que ahora, sin ningún pelo excepto los que se quedan pegados a la gazapera del doble sentido que basta con que se pronuncie la palabra para que los arúspices de la broma carpetovetónica más bruta se nos pierdan por territorios nada lampiños, que a mí, en cambio, el término me lleva a la Italia de la Segunda Guerra Mundial, cuando todo se vendía por la piel, "la pelle' lo más valioso de la persona si bien se mira excepto para Bartolomé, el santo apóstol del Cana de la boda y del milagro del vino, patrono de los desollados que lo son también los conejos pero después de ser sacrificados, que llegada la soldadesca estadounidense a Nápoles, donde comienza el curioso mercadeo del negro, el negro que pasa de mano en mano, de la mano de un 'scugnizzo' a la mano de otro 'scugnizzo' y así sucesivamente, comenzaban las otras transacciones bélicas', entre ellas la de las 'pelucas' una de las más llamativas ventas que figuran en el libro de uno de los mejores cronistas de la guerra aquella, de aquel gran condotiero de la pluma que se hizo llamar Curzio Malaparte, páginas que pueden parecer abominables si se las contempla en el vertedero de la guerra, allá donde van a parar tantos detritus de virtudes ya putrescentes que la dignidad y el honor y el amor propio y el orgullo y tantos otros vivificantes caloríferos de la personalidad perecen ignominiosamente cuando la piel se pone en peligro o la supervivencia apunta en su negro cuaderno de notas que lo que de verdad importa es salvar la piel, que de ahí en adelante vienen una serie de pensamientos o reflexiones sobre el hecho de contemplar un país bajo un prensado continuo, los más radicales 'ismos' del siglo XX pesando sobre su piel, el largo camino emprendido en restañar heridas, después del fascismo, el nazismo, etc, que, al final, el largo proceso viene a parar en las 'pelucas' de Milán y en la lección que cualquiera hubiera aprendido y que le da a don Curzio la idea de un drama que llevar a escena, un título que escande en el mismo lugar del napolitano que vende 'pelucas' 'for negros, for american negros', la lección augusta de que 'también las mujeres han perdido la guerra','women too'. 

   Pero, ésta de los conejos aconsejados como vianda preferida del gobierno español actual para la nochebuena, no hay duda de que tiene que ver más con la estampa de la Navidad clásica española desbaratada en su esencia, una como crónica del irónico Larra a la hora de escribir sus urdimbres costumbristas, aquella de Mame la bota María que me voy a emborrachar', el yantar copioso como ofrenda de los estómagos todos a la festividad navideña, la selección de los platos típicos debidamente adobados pero sobre materia noble más posible, y evitando siempre, coloquémoslo en el lugar preferido, el dar a nadie gato por liebre. Acaso es que nunca la gastronomía vióse en trance más fiero, por lo menos en mayor ridículo. Los viejos flecos de la preguerra que aún respiramos, que aún salimos a pasear por ciudad y vamos contemplando, con un cierto lejano mirar irónico y displicente no por ello privados de bonhomía muy al contrario, el curso de las gentes, la orfebrería de las calles en la que se entretienen los correspondientes ediles corriéndose la juerga de hacer cada vez más difícil su tránsito seáse para peatones y motorizados e inclinándose rabiosamente por los pedales, podemos también echar la vista atrás y refocilar al menos nuestro recuerdo ante aquellos productos que seguramente ni en los más atroces años del bloqueo o del boicot los echamos de menos, digamos, por un ejemplo, y no es cosa de quererle ganar la apuesta a Baltasar de Alcázar (1530-1606) en su copiosa cena ante Inés y estando de invitado de piedra el incógnito don Lope de Sosa, que las angulas, esas pequeñas princesas blancas a las que se les ha irrogado el ludibrio de buscarlas sucedáneos de surimi, las comíamos a puñados, sin molestamos siquiera en sartenearlas con ajo y guindillas, la flor y nata de las pescadoras andarinas hijas o hermanas de las que de Santurce a Bilbao iban luciendo la pantorrilla llevando sobre su airosa cabeza la tabla llena de un cuantioso buffet de pescados incluidas la preciadas angulas y en donde tampoco faltaba el besugo, gran señor, que si Hermán Melville (1819-1891) lo hubiera catado, es probable que la obsesión de Moby Dick se le hubiera encofrado en la pura delicia de ese producto de los mares que, para ser ambrosía, no pedía otra cosa que colocar sus escamas de rosiclar sobre la cálida plancha, pintar sus espacios con pluma untada en aceite de oliva y una vez abierta y generosamente ofrecida sobre la bandeja ritual, verter aceite hirviente sobre ella, que es de esa sencilla manera cómo, burlándose de lo grandes chefs y de sus procedimientos complejos y acomplejados se ofrecía en ritual sacrosanto casi, como una exaltación de emisario insuperable de los reinos neptunianos. 

   Pero si se quisiera hacer una exaltación de los rituales gastronómicos de la navidad, tan evidentemente desorbitados sobre todo para los que, a la hora del yantar miramos más hacia la Tebaida que hacia Epulonia, y que tan chafados han quedado por esta intromisión del conejo en los comedores navideños, cualquier mozo de cocina, sin necesidad de que interviniese ningún chef, estaría en situación de damos la lista de grandes recetas para la cena de ese día de los días, en los que, como dice la canción, 'egun oietan oitutzen degu, guziok afari ona', que se pudiera hablar de capones y toda la gran volatería con que se llenan los mercados, de la pescadería en parecido desbordamiento que ni siquiera el capitán Nemo a pesar de las páginas y páginas de su viaje no pudo verlas desde el Nautilus, otras plantas de inenarrable sabor que los expertos recordarán sin gran apremio, animales aéreos, terrestres, marinos, anfibios, etc, tan acreditados todos en buen sabor que automáticamente habría que colocarles el label de calidad, al lado de los cuales el precioso y peludo conejo puede servir mejor de mascota que de vianda. 



18 – XII - 2007