martes, 22 de febrero de 2011

De gritos

   ¿Dónde fue aquella voz, en qué calle, plaza, paseo o avenida aquella voz desmedrada, enteca y desnuda, voz demudada y desastrada, tan desatentada que dió en chocar con esquinas de calles, con esquirlas de coches y farolas, ascendió por paredes y se filtró por ventanas, voz que nadie oyó aunque todos la oyeron? La voz estremecida, ya se sabe, va a alargarse en alarido, en grito, a terminar en gemido, así de consuno con la pérdida de fuerzas y confundiéndose en la memoria, lo que hace difícil, en verdad, acordamos de dónde fue donde lo oímos para poder adjudicar su nombre idóneo, el que corresponda, a esa calle de entre todas las de la ciudad, una labor de exquisita selección que la espesura municipal la resuelve a su manera, sin más detalle que la de colocar una especie de paravientos nominal para que no se diga (o para que se diga, qué más da, que se ha cumplido con ese más o menos notorio o grisáceo personaje no importa de qué oficio o beneficio, que pueda ser que no hizo otros méritos que el de lograr semejante elección mostrenca). Sin embargo, la ciudad guarda arcanos de sensibilidad que esa citada espesura municipal parece que ignora. Ya nos susurró Gabriel Miró (1879-1930) en 'Años y leguas', que las ciudades grandes, ruidosas y duras tienen algo de sí propio, alguna parcela con quietud suya' que tampoco nos es difícil advertir que, también para el horror, para la inmundicia, hasta para el pecado mortal (como la encontró Emilio Carrere en su Madrid bohemio de cofrades de la pirueta y truhanesas), y cómo no para el alarido que se me ocurre remontar imaginariamente en ésta en la que habitamos, que, con la memoria en sangre viva, tampoco sería difícil encontrarla ya que en cualquier esquina nos asalta la tizne del asesinato, no en balde hemos vivido (y seguimos viviendo) tantos y tantos lustros bajo su tiranía. En su paseo de rememoranzas y resuellos, al llegar a la floresta literaria vasca, J.R.J. (Juan Ramón Jímenez, para los poco dados a siglas y acrónimos) escribe de Tomás Meabe, aquello de '¿Bastan los dos o tres gritos que le han dejado dar en su ahogo diario, para definir la silueta de su bella vida interior de pajarito triste y pobre?'. Es decir, dos o tres gritos, nada más, que parece ser como la medida del hombre como pajarito, para J.R.J., aunque también, para el hombre 'con nombre de hombre', como nos sigue diciendo el de Moguer sobre el mismo y anterior personaje. Pero es que, acaso, no es que se trata solamente del grito que nos dejan dar sino también del que los ruidos del día, los ruidos diáconos de la cotidianeidad, nos dejan oir. Esos largos, ululantes, terebrantes, aturdidores, que a manera de brocas, nos penetran, nos enajenan, aunque también nos hacen vivir, pues, ¿qué otra cosa que 'dolorido sentir' no es la vida si a la manera de Garcilaso la miramos?... 


Tarzán.- 

   Por provenir de pesadillas, aunque reales, no me es fácil tratar de dar con el debido y contundente lugar en nuestra ciudad para ese reto del grito atroz, del que hasta el duro remordimiento de, como todos, no haberlo oído, hasta debiera atormentarme. Y ahora que me pongo a pensar en dónde fue dónde, dónde oí la agonía de hombre o mujer con angustias insoportables de la mayor crueldad, se me asoman gritos notables que hicieron historia. Uno de ellos, en tela de juicio ahora por pleito de haberes, no es grito de miedos ni de gravitaciones siempre horripilantes del terror, sino de exultación y de amenaza, grito del más allá que todo lo paraliza, como ocurría sobre toda fa animalía selvática con el grito de Tarzán, grito que Weissmüller consideró tan suyo que no pudo por menos de usarlo hasta que murió, un grito exponencial de gran carga semántica que alarmó en su triste soledad (suponemos) a los residentes de ese sombrío lugar en el que tuvo lugar el aterido episodio de su óbito, que dicen los que oyen voces de pasmo perdidas en los espacios vagarosos de fantasmas, que aquellos residentes que con él residían en la residencia (la redundancia es voluntariamente redundante) digna de un relato de Diño Buzzati saturado de delicuescentes miserias, le oyeron dardear en do de pecho sostenido hasta su expiración. 



Munch.- 


   Otro de los gritos que resuenan sobre toda otra gritería, nos lo es inaudible (y, por lo tanto, inaudito) y dió mucho de qué hablar, hasta con vociferaciones mundiales, hace unos cuantos (pocos) años por el motivo de que algún desaprensivo ciudadano (o, no sabemos bien si un grupo organizado), dió en descolgarlo de donde bien colgado estaba y llevárselo a su casa bajo el sobaco que es una manera muy propia que usan unos cuantos inmunes a exudaciones corporales para hacer suya una cosa. Ese tal grito, ya se sabe que le salió a un tal Edvard Munch (1863-1944), noruego de pro, desde las mismísimas entretelas de su desasosiego vital, de ese optimismo pesimista (o, viceversa) que le caracterizó durante toda su vida, un arrastrarse por los senderos de la calamidad más calamitosa, gran parte de sus familiares clavados en sus morbosas ideaciones pictóricas como en tabla de entomólogo que aprieta repetidamente la aguja sobre el torso de la mariposa cuando ésta aletea aún, el espanto del vivir fijada para siempre en sus agrestes cuadros que son espejos vivos de su identidad íntima (como todo si cabe, es verdad, pero aquí aún con mayor motivo). En esa ocasión antedicha de su descuelgue forzado, 'el grito' de Munch se dejó oir una vez más aunque nunca dejara de oirse en el tímpano del hombre imbuido en la desgracia de 'haber sido nacido', como nos lo informó, allá por el Siglo de Oro el llamado Calderón de la Barca (don Pedro) (1601-1681). 'El grito' de Munch, inaudible (y, por lo tanto, inaudito) sabe resonarse con fuerza -¡y, cómo resuena y nos resuena!-, se nos adentra como esa daga viva que se abre paso por entre los ijares y acaba sajándonos el hígado y haciéndonos retorcer sobre nuestra propio dolor y angustia, sobre nuestros espasmos que son como guijarros que se nos pegan a los poros y ¡cómo duelen, tan dolorosos!. 


El tacón.- 

   Ir a través de la ciudad, en pos de la calle aquella, puede que sea empresa demasiado aventurada cuando tampoco se sabe bien si es demasiado silenciosa o ruidosa, si a la noche se ilumina o se apaga toda en oscuridad, cuando el paso de los que por ella caminan es quedo o se oye el retintín obsesivo de un tacón que nos agujerea el tímpano de los miedos todos, de las pesadillas incongruas que nos hacen acurrucamos en esa orfandad de la sábana que quiere arrojamos a la morfología del feto, cuando tantos gritos se nos asoman por tantas cuestiones tan pugnaces que la vida nos presenta y la garganta se nos vuelve afónica de tanto callar, cuando hay gritos que se hacen silencio pero también silencios que se hacen estrépito, y tan grande, que por lo mismo, hacen que no se oiga nada, tan en silencio todo, todo tan en silencio... 

20 - XI - 2007