miércoles, 2 de febrero de 2011

El abrazo



   ¿Habrá que irse ahora al Líbano a comprobar si es verdad que los muertos se abrazan como nos señala uno de los libros más memorables de José de Arteche? AI margen de ese hipotético viaje, digamos que. con él, por otra parte, se ha dado un rotundo mentís a esa declaración no sé si bíblica o solamente paremiológica de que nadie es profeta en su tierra'. Aquí nuestros profetas son legión, como los demonios en el Evangelio. Aquí, en cuanto nos descuidamos un poco, a cualquier badulaque Le colocan, en la peana del profeta que es maravilla como le prende ípsofacto el don de lenguas el Paráclito en forma de Rama de fuego sobre la cabeza el pábilo que nunca se extingue, profetas opimos excepto es casos como éste de Arteche en los que el reconocimiento tarda en llegar, ese reconocimiento se deja explícito en la reedición de una parte de su obra como se ha hecho en el homenaje que se le ha tributado en los Cursos de Verano de la U.P. V., que también en este caso resulta que se es profeta en su tierra aunque merecidamente, y se anula el expediente evangélico, con lo que, de aquí en adelante, y en lo que a nuestro ámbito se refiere, habría que decir que sí, que "vino a los suyos y los suyos le reconocieron'. Así sea. 


Las viejas trincheras.- 

   Pero, volviendo a los muertos y a sus abrazos ¿no resulta que? al cambiar los modos de la guerra también se mudó esa costumbre bien loable: de que los muertos se abracen? Las viejas trincheras de guerra que tuvieron su más fascinante entronización allá por el 14 año del pasado siglo, con estelas de sangres varias por los 30 españoles y los 40 europeos, ya no existen desde que la mecánica guerrera se sofístico y ya no se ve a quien se mata y quien muere sino es desde la lejanía de la tele, un enemigo (o, amigo, según qué fuego), abatido a cientos o a miles de kilómetros, los misiles inteligentes en vuelo impiadoso, la explosión que desnuda la piel, deja que la impudicia de los cadáveres se acentué hasta los mismos huesos, hasta los buitres huyendo a otros festines que la mesa del banquete es fuego negro. Se perdió la amistosa relación de las trincheras, que ya no me refiero a esa prenda de vestir que se homónimo con la brecha abierta de las zanjas de la guerra, la tierra abierta impúdicamente también, el fraseo burlón de parte a parte y a chuscadas entre soldados sobre el acontecer de cada día, sobre metros ganados o metros perdidos, festejos militaróides, los banquetes o las hambres según cada posición y lado, el humor lúcido que, siendo natural y puro, hermana a los enemigos que ya eran hermanos antes de que el destino les colocara frente a frente. ¿No se ve ya que aquella guerra pasada, con todas las crueldades y tragedias de cualquier guerra, ya dejó de existir definitivamente, y que, como todo en la vida, lo que después vino, y lo que vendrá, será siempre distinto y con tendencia a empeorar lo que fue? 


El carnicero loco.- 

   Si los muertos se abrazaban en el viejo campo de batalla -y ahí está no sólo la bella metáfora de Arteche que incita a pensamientos de toda índole, a sensibilidades extremas, a consideraciones hasta metafísicas; no sólo también el gouache de Antonio Yalverde, para tal ocasión pintado, y que nos ofrece el abrazo de dos hermanos (todos hermanos en la muerte como declararía cualquier sepulturero de filosóficos perfiles corno se aprende a ser por exigescias o manejos de oficio, la cruz al fondo como corresponde a cualquier rito funerario cristiano) tampoco es cosa de trasladarse a regiones bañadas por untos de viejos mitos históricos, Tiro y Sidón y la civilización fenicia, su rey Hiram sin coya ayuda marinera no pudiera darse el increíble viaje de Salomón a las tierras de la inencontrable Ofir, o más aún a Punt, la Tierra de Dios, primeras (aunque no primarias) de las expediciones o descubrimientos de los que nos contó Paul Herrmann en su libro (Edit.Labor, 1955) qae compite en maravillas reales con las imaginarias de Las Mil y una Noches del tesoro narrativo árabe y sus frondosos sueños mágicos, que la televisión nos puede regalar la necrografía actual, es decir, la imaginación de un carnicero loco sajando carnes y pellejos y tronzando huesos, más aun el despiece de piernas y sobre todo de brazos sin los cuales se hace del todo imposible el abrazo por falta de materia prima que se hace notar aún más cuando estamos en tierra de abrazos tan notables, con Marotos y Esparteros dispuestos a abrazar lo que sea, tierra de abrazos por supuesto pero abrazos también que nunca nos daremos sin embargo otros que pensamos que hay que tener guardada una dimensión para la dignidad o hasta para el malquerer y no digo para la nausea y el estremecimiento de lo repulsivo que seria el entregarse a blandas conciencias. 


La piel de la tierra,- 

   Me viene a las mientes recordar ahora a un escritor de mis viejos tiempos, Carlos Ydígoras (Burgos, 1924) en uno de sus títulos más conocidos,"Los hombres crecen bajo tierra"(1960) que si él hablaba de gente minera, cabe hablar también, con el mismo titulo, de otras gentes que crecen en el subsuelo, muertos profetas o muertos olvidados según de qué lado se hubiere muerto que hay muchas posturas del morir incluyendo la de perfil lorquiana pero no todas igualmente apreciadas según marque el tiempo de los vivos, muertos para cuya eclosión van abriéndose, algo más que trincheras, rasgada otra vez la tierra que, entera o rota, ya no es tierra sino que es ceniza, sedimento orgánico de generaciones. También esos muertos que ampara la madre tierra (mas madre para recoger muertos que para parirlos que se nos expulsa de su útero y no nos sentimos Anteos de ninguna forma) se nos muestran al levantar la piel de la tierra fuertemente abrazados, unidos seguramente nada más que por un sentimiento compartido de defensa, que a eso, en tantas ocasiones, viene a resultar ser el abrazo. 


Viejos y nuevos tiempos.- 

   Tenía razón Arteche más allá aún de sus propias percepciones superficiales. Aráñese la tierra y los muertos de las viejas guerras, tantos como las arenas de todas las playas de las guerras antiguas todas se encontrarán abrazados, muertos en combates o en ejecuciones por la parte diestra o siniestra, muertos que no pudieron volar en el pico de los buitres y les resonaba en su carne muerta la quejosa música del gemido humano, la del resoplar de las caballerías de la guerra alanceadas y destripadas como jacos sobre las arenas de la vieja tauromaquia, un lejano cornetín de órdenes, más lejos el cendal de las pesadillas... Pero son ésos, ya, viejos tiempos, que ahora no son tos muertos los que se abrazan sino la misma muerte el abrazador que estruja, descoyunta, destripa, monstruosa, distante y tan cercana muerte...