lunes, 21 de febrero de 2011

Kubica

   La imagen seguirá viva aún algún tiempo más en la memoria visual de los televidentes, al fín y al cabo no hace más de una quincena que tuvo lugar, y aún más, se reduplicó este sábado pasado con otro bólido de otra categoría que voló, no es metáfora, desde la pista al foso para quedarse ahí, retorcido, como un pájaro de fuego ardido, icaro humeante. Pero volvamos a lo que realmente queremos comentar, que pertenece al primer caso. A la celérica velocidad de unos 300 km/h que es a la que habitualmente navegan los bólidos de la F1 por sus circuitos, uno de ellos, el pilotado por un tal Robert kubica, se estrelló aparatosamente y ensayó luego sobre la pista de Montreal un horrísono baile de neumáticos borrachos y cortantes latas en vuelo que pudieran ser armas cisorias que rebanaran limpiamente la nuez de cualquiera que encontraran en su avieso caminó. De resultas de esta aparentemente estremecedora tragedia (no ida a más, afortunadamente) el piloto, ése un tal Robert Kubica, polonés de nacimiento y famoso mundialmente, permanecía en la cabina como el polluelo que saca la cabeza del huevo y le cuesta cerciorarse de lo que acontece a su alrededor, que no sabe si la vida madrastra le propinará un picotázo que le dejará exangüe o ese sol que alumbra significa para siempre la rútila salvación, que el hado se nos muestra así, con sus dos caras dando vueltas en la moneda que se echa al aire, o león o castillo allá en las monedas suses de los viejísimos tiempos de los diez céntimos de peseta. 



Wojtyla.- 


   Sucede que, contra todo pronóstico después de ese apocalíptico choque, ése un tal Robert Kubica, conocido piloto polonés, amanece por está nueva vez a la vida, sin un rasguño. ¡Milagro!, que diría el ingenuo aficionado a ver maravillas en tantos eventos casuales. Pero no es de gravedad la exclamación del ingenuo, qué si lo es, está para eso, para ser ingenuo en cuantas ocasiones se precise. Lo grave es que la esencia, la sustancia y la constancia del milagro (además de más particularidades y cualidades que se le pudieran añadir sin detrimento de su más honda identidad) no proviene en este caso solamente del ingenuo sino del que yace, ribera de pista (que diría el Arcipreste del Buen Amor si fuera comentarista deportivo), en el cubículo, dícese que de carbono y no sé de qué otras materias indestructibles, de la cabina del bólido, un lugar preservado de toda convulsión agresiva, por grande que sea. Que, visto lo visto, y no se sabe si con más razones con que argüir o con menos, da el polonés en atribuir su suerte de seguir viviendo a una mediación de paisanaje, que por ahí debe de andar la mano votiva de Wojtyla estableciendo gracia especial de supervivencia para su acendrado devoto. Pues dice ése tal Kubica que en su casco o escafandra de piloto mantiene como seguro contra todo mal, una estampa de Juan Pablo II, último de los Papas fenecidos e inserto en primera fila entre los llamados a subir pronto a los altares. Tiene por lo tanto el alegato del piloto por proclamar el milagro que dice que en él se ha operado, alguna que otra raíz de razón, entre los qué cabe designar (o, resignar), una para el paisanaje como queda dicho; otra para la devoción que el tal Kubica no es remiso en proclamar, antes al contrario; y otra, la del zigzagueo de su misma persona, su propia mano ductora que a sí mismo se señala con el 'dignus sum' (que se escribe en latín para mejor conciencia de qué terrenos pisamos y de la lengua que en ellos se hablaba, que ya...) de no parecería indigesta arrogancia su autoelección. Que justo es, en este punto, donde se ve saltar a la comba la sombra sinuosa de la herejía, o, para mejor señalar, una lucha supervivencia! entre esos dos pecados (o virtudes, según se mire) capitales que pueden ser el orgullo y la humildad, entrelazados en el "acontecer milagroso" de Kubica, que, como buen polonés debe estar imbuido de la idea del milagro por haber vivido, en la infancia que será siempre nuestra verdadera patria según nos dijo no sé quién, en la tierra del milagro perpetuo, en esa Polonia que siempre ha sido un milagro que subsistiera en ese difícil lugar donde plantó sus reales, rodeado de los países de los que se rodeó, y a todo lo largo de su Historia ha ido dando testimonio fehaciente de lo que es vivir a modo de permisión y recibiendo bocados a su hegemonía en cualquiera de los muchos momentos atroces que le ha tocado vivir. 



Tirso.- 


   Pero, volviendo al caso de Kubica y su pretensión de convertirse en el elegido para personificar el milagro, digamos que, con él, en él y por él, entramos en una antonimia y sinonimia a la vez, pecado y virtud juntos, en el resbaladizo terreno de algo que pudiera parar en herejía, que la incursión a ella hállase permanentemente abierta como lo han sabido siempre tanto los considerados como heresiarcas como sus verdugos. Si Kubica, por ser polonés, cree que merece una especial consideración por parte de Wojtyla, nos abocamos a la injusta parcela de una merced preferencial, es decir, una especie de nepotismo siempre que consideremos que familia tiene que ver con tribu, con etnia, con nacionalismo, étc. Para salvarse de éstos y otros peligrosos meandros de munificencias tan graciosas ya quedó dicho por la autoridad pertinente, que la gracia es un don gratuito al que no cabe pedirle explicaciones, pero, peor aún, ni siquiera oponerse sin caer en la herejía y, por consiguiente, en la condenación. En viejos tiempos del Siglo de Oro, se le atribuyó (injustamente para algunos) a un fraile mercedario y bajo figura de dramaturgo notable (Tirso de Molina como seudónimo), la puesta en escena de aquella vieja disputa (nunca solucionada por insolucionable) del problema de la predestinación y del reparto de las gracias (que fuera de contexto pudiera decirse, que si divinas, pueden servir para santificar a los hombres, y que, si humanas, prestan esa cobertura de sal y de humor, de facundia e ingenio, de eutrapelia y buena sombra, preservándonos al mismo tiempo de la marca insufrible del patoso). El que se condenó por desconfiado (el ermitaño Paulo) en esa obra atribuida a Tirso, diría yo que pecó por orgullo de querer escudriñar en el insondable magma divino (un 'pecado angélico' como, mutando el pecado en crimen, pudiera decir Jacob Wasserman), y por humildad de volver al amor filial se salvó de la condena el bandido Enrico, qué ante designios de la fatalidad tan contrapuestos pero claros, se queda uno pensando si no será pecado de orgullo pretender como Kubica, para sí mismo, un 'dignus intrare' en la corporación de los elegidos para el milagro; o, si pecado de humildad adoptar el 'non sum dignus' y hasta qué punto no será anatema desmerecerse; bifurcación ésta cuya resolución parece más adecuada para esos doctores de los que habla el Astete y que, al parecer, ya están tomando vela en este entierro. 

3 – VII - 07