jueves, 24 de febrero de 2011

Juegos navideños



   Como dicen los ludópatas y los perdedores, además del barón de Coubertin y los entusiastas de las fiestas populares, lo importante es participar'. Y, para tomar parte en las navidades hay una gran variedad de juegos, desde los propios para gargantúas y pantagrueles a los que se les hace la boca agua ante la vista de los excelsos platos tradicionales, hasta para los enamorados de los croupiers, vístanse de gala con smoking y pajarita a estilo casino o nos ofrezcan los décimos de lotería, que, ante esta opción, la pregunta que se hace el perdedor (siempre el perdedor que los que ganan nunca se preguntan nada) es sobre quién es el que mueve la rueda sobre la que se asienta la diosa Fortuna, quién será quien reparte la baraja de la suerte si algún dios torvo y sádico o el mismo diablo, que, aun apagados que hayan sido los dos pecados capitales de la gula y de la avaricia, quedan muchos juegos a qué jugar propios de las navidades, digamos, por ejemplo, los regalos que nos hacemos con recuerdos, felicitaciones (supongo que por haber llegado hasta este rincón del calendario de la vida, que, por lo demás, no hay de qué, ni por qué), familias reunidas, buenos deseos, músicas... 



Houllebecq.- 



   Es la sabia naturaleza la que ha dispuesto que aquello que más nos gusta más nos dañe, con lo que se establece una auténtica lid resuelta en el campo de batalla de nuestro ser todo, tanto en lo físico como en lo psíquico, por tratar de ver quién de los dos paladines lleva el pañuelo en la punta de la lanza, si el paladar o el estómago. Lucha que se supone que, en estas navidades, como en tantas habidas antes y habrá después, se dará en campos mil y se podrá ver cómo queda ese campo después de la batalla, no sé si al estilo de como pudo ver Houellebecq en aquella su primera novela que era la' ampliación del campo de batalla' producido por el liberalismo económico, los sistemas de diferenciación establecidos por el sexo y el dinero con 'efectos estrictamente equivalentes', que, ya sobre la mesa del yantar navideño uno se queda pensando si terminará en brazos del placer o en los de los retortijones. Es decir, que todo glotón sabe que su problema personal ha de ventilarlo entre el placer palatial y la dispepsia, que es como decir entre güelfos y gibelinos, o para más cerca señalar, entre ofiacinos y gamboinos, que si algo sabe bien sienta mal, y viceversa, con lo que no es difícil comprender que aún queda alguna amarga factura que pagar aun desde la mesa bien provista de la navidad, con las viandas preparadas al uso de la costumbre, el clarín de batalla de las familias bien sonado y respondido por sus componentes, las canciones de la postcena a la espera, pensando alguno de los componentes en levantarse aún antes de que termine el rito hogareño para meterse en el otro rito eclesiástico de la misa del gallo, que siempre le queda a uno la memoria nunca perdida de la pura voz diamantina de las monjas en la capilla del asilo entonando el 'Adeste fídeles', el viento ululante por las esquinas de las callejas antes y después de la adoración al infante divino, la nieve en andante moderato igualmente como el himno victorioso del natalicio divino, copos de algodón que temen posarse sobre la gélida tierra, pero pese a todo, 'venite, adoremus' con voz cada vez más sonante y resonante, más rompedora en alegrías germinadas en el fondo de las creencias... 



Don Pedro Recio de Agüero.- 



   Antes de que nos hubiéramos sumergido en esta Navidad de este año que será recordada como la del conejo' no hay duda, hubo muchas otras -para nosotros, los veteranos, al menos- que según lo que nos tocó manducar podrían llevar nombres antonomásicos muy recordables. La literatura, secretaria más o menos fiel de las costumbres de cada lugar, los habrá ido apuntando en ese siniestro cuaderno negro que todos tratamos de llevar a nuestras espaldas y que se llama edad (una fúnebre lista de años que no pasaron como quiere hacemos entender la mitología popular, ésa que tiene a los refranes como oráculos, sino que se nos quedan clavados entre los huesos y de ahí los artrósicos; cargados sobre las espaldas y de ahí los jorobados, magnetizados hacia los pulmones y de ahí los silicósicos y la secuela de neumónicos varios, etc, etc,(que tampoco es que trate de ser esto un diccionario de herejías corporales), aunque muchas veces, a contrapelo de nuestros deseos, se nos pone delante ese dicho cuaderno negro obstaculizándonos el paso y nos imposibilita caminar y tenemos que tumbamos (digamos que en la cama como una de las mejores opciones aunque sin descartar un primer paso por el quirófano). De todas formas, las navidades con nombres de animales comestibles, resultan ser tan preclaros y los más recordables, que la danza y la panza son los mejores componentes de la bienandanza, como lo hubiese dicho cualquiera de aquellos viejos intérpretes del humor medieval que se llamaban goliardos. Esa unión más o menos secreta, más o menos sacralizada entre memoria y estómago es una de las alianzas más increíbles que se han pactado a través de los siglos, y si desemboca, como es costumbre, en la mesa navideña, convendría disponer, mal que le pesase al glotón llamado Sancho Panza, de la presencia censora del doctor Pedro Recio de Agüero, como se le ocurrió diseñar a Cervantes. Recordar nuestra bestialidad suprema de comer a la hora de asistir a cualquier acto, por cívico o cultural que sea, se nos adentra hasta las entretelas del alma. Es decir, después del cantar viene el yantar, que no sé por qué en el momento en el que esto escribo, las palabras me vienen soldadas en rima ripiosa y, ¿por qué no dejar que se explayen a su gusto y albedrío? Concluyamos pues, la glosa de la pitanza, elevando a la evocación particular un memorial de banquetes de navidad, de viandas famosas que dieron sabrosura a salsas y cochuras de abolengo. Así sea. 



Jules Renard.- 



   Y terminemos estas remembranzas navideñas, con un toque musical, por ramplona que me salga. Escribía aquel célebre autor de un Diario sin par, el nunca suficientemente celebrado Jules Renard, espíritu irónico que rasgaba el papel siempre que escribía una de sus máximas malévolas, gran medidor del tiempo por otra parte como muestra de valores tal como cuando decía que 'es más difícil ser un hombre honesto durante ocho días que un héroe durante un cuarto de hora', que, 'tratando de cuestiones de oir música, preferia un cuarto de hora de la mala a una media hora de la buena', que añadiría yo, recordando esos recuerdos de navidades de antaño en sonsonetes inquietantes de coplillas y villancicos, que, al igual que el gran Fray Luis y el Maestro Salinas, prefiero también yo, la música de las esferas, ésa que tiene la virtud de no ser oída más que por oídos excelsos dejándonos a los demás en ese silencio que tan bien nos suena... 

25 - XII - 2007