Tener un plan, aunque fuese en
Vitoria (no llamada entonces Gasteiz por casi nadie), era, en los viejos
tiempos, un motivo de satisfacción y de exultación, y no de amenaza, como lo es
ahora.
Se cogía el tren, digo, se
sentaba uno en el duro banco que parecía como de galera turquesa de Dragut en
Marbella -¡gracias, don Luis!, por la estampa del forzado-, y nos sumíamos en
pensamientos blandos, dulces, opíparos, como banquete solamente de postres y de
resonancias caseras éstos, el arroz con leche, las torrijas, el tocino de
cielo... era toda una constelación de dulzuras la que nos acompañaba en
nuestros arrobos y por abigarra- do que estuviere el vagón ninguna agresión dialogal
nos molestaba, ni siquiera la de los fieros cazadores, especie de tartarines
que con tanta gracia describió Daudet y que, como es natural en esta gente eran
mayúsculos embusteros al hablar de sus piezas cobradas en anteriores gestas, y
que era tal su sed de tiros que bastara ver un simple tordo en tierra o en
vuelo para que, desde el mismo tren le cosieran a perdigones.
Discurría así el tren en su
itinerario por zonas fragosas y montuosas, a través de estaciones perdidas como
de juguete, por alturas y gargantas, pero los que teníamos un plan, aunque
fuese en Vitoria (no llamada entonces Gasteiz por casi nadie) parece que
viviéramos en otro mundo distinto que así son las condiciones a las que nos
empuja el enamoramiento, mientras íbamos en busca de la joven que prefería
acudir a la estación a vernos llegar, con brillo en los ojos aun sin ayuda de
lentillas, un cálido aura emanando de su persona (que así nos gusta pensar
aunque sepamos que es mentira), bajándonos en la estación con pie aéreo,
mirando hacia la única dirección en la que sabíamos que estaría, sin sentir
siquiera el contraste de la sobria temperatura de la llanada que ya se sabe que
a un corazón enamorado le sonríe siempre la primavera y la historia de la
ventisca que nos contó Pushkin solamente pudo ocurrir en la Rusia de los zares
y en sus estepas heladas.
Era gran suerte, gran cosa, tener
un plan, aunque fuese en Vitoria (no llamada entonces Gasteiz por casi nadie)
y no como ahora en la que no existe el éxtasis sino el miedo, existe solamente
la amenaza que es como una bestia informe y deforme, una masa que se hincha y
ocupa todos los espacios de esta zona de tierra en la que tan sojuzgadamente
vivimos, que si de siempre recordamos haber estado amenazados, cada día se
agudiza esta presión hasta niveles difícilmente soportables, aunque solamente
sea por el aburrimiento que nos produce.
La amenaza incesante. No sé si es que
nací algo paranoico, como casi todos, pero tengo la impresión de haber vivido
siempre bajo la amenaza, una amenaza sutil en ocasiones y cargada de pesantez
en otras. Las amenazas, en todo tiempo. han sido de todo tipo: de cuerpos y
espíritus, opacos, transparentes, translúcidos, sacados, acaso, de ese
maremágnum de seres que pueblan nuestras pesadillas y con trasvase a la vida
real.
Primero fue, seguramente, la
amenaza de mamá a la que no se le hace mucho caso, porque mamá, por ciencia
infusa creo, sabe amenazar con ternura, con cariño, con rebasado amor, cuando
dice que no hagas eso, que eso no se hace. La amenaza de mamá es como un
sendero por el campo abierto, a los lados hay hierbas silvestres, un matojo de
musgos recubriendo las piedras, la sombra de Caperucita, de Pulgarcito, de
Blancanieves, abuelita, bruja y enanitos, elfos y hadas, bambis de mirada azul
celeste, gnomos que guardan maravillosos secretos en sus casitas de hongos. La
amenaza de mamá se pierde sendero adelante, hacia el palacio encantado, hacia
la tierra del nunca jamás por el nunca volverás, ¡qué tristeza!
Pero el fluir de las amenazas,
que comienzan con la dulce reconvención de mamá y nos esperan en la última
esquina del camino con el Kempis abierto en el capitulo XXIV en el que nos
avisa que 'en la cosa en que peca el hombre será mas gravemente castigado'
resulta ser a lo largo de la vida un río constante de amena- zas con crecidas e
inundaciones varias, pero que nunca remite.
El plan
obsesivo. Abrir una mañana cualquiera el periódico
significa, simple mente, toparse con la amenaza en sus varias formas! amenazas
medicales que nos avisan de las enfermedades que se asientan en el aire del
entorno que nos hacen recordar aquella greguería de Ramón Gómez de la Serna que
asegura que «al que se ha hecho una radiografía le ha penetrado una mirada de
Juicio Fina», y se piensa aun sin querer pensar en los varios helores, el de la
enfermedad y el de la muerte por un ejemplo, que pueden ser como rejones que
se nos clavan en lo más doliente y nos dejan ateridos; amenazas ahora que
habíamos doblado hace mucho tiempo el cabo de Berbería y no son sólo los
piratas del Prestige los que nos descargan la podre de sus bodegas sino que
dicen que fulminarán a cien mil de entre los infieles (que quiénes no lo somos
por estos pagos) que nunca podremos creer en las huríes del Profeta, amenazas,
en fin, como la de algo tan tenebroso como un plan ideado o implantado en la
mente de un obseso y que merodea sobre nuestros cráneos con agobiadora y
aburridora insistencia