El rapsoda, en la noche
donostiarra, daba nueva forma a la expresión popular, tan nueva que procedía
sin duda de la misma cuna de la lengua, desde el aparente balbuceo de las
jarchas si cabe, allá por donde la muwahaxa árabe, ya hablaba de ojos, como en
aquella en la que la belleza de la amada lo es en parte por habérselos robado a
la gacela, versos y ojos en la lengua recién parida. Y no se daba cuenta,
posiblemente, del importante paso que estaba dando bajo el apremio de la
necesidad que es tan exigente como buena mentora, porque, ¿qué hacer ante la
desnuda agresividad de la vida, de la noche con los alfileres de un futuro tan
incierto y deprimente cuando la naturaleza no quiso otorgarle el oido musical y
la voz se estrella contra el aire como el vuelo de un pájaro de alas quebradas?
El rapsoda, en la noche, ante el
Cantábrico que avanzaba y retrocedía como tímido amante frente al paseo de la
Concha, marea y resaca, luces en lo oscuro de la montaña tan cerca, reinventaba
la vieja teoría de los juglares que yo le oí recitar alguno de esos viejos
poemas que todos llevamos tan firmemente tatuados que dudo si hasta el
alzheimer se atreverá a disputamos, una larga travesía de versos que se nos han
quedado en los istmos de la memoria, encallados en laberintos de neuronas
fugitivas. Es, como se sabe, éste que vivimos, tiempo de cantares más que de
versos, de músicas más que de palabras, y los que rendimos culto únicamente a
éstas últimas y no a las primeras, nos solazamos con la venida de este juglar
no sé si con laúd o sin él que monta su recital frente a las olas, cabe al
esquivo paso de los viandantes que caminamos de pri sa sin urgencia alguna de
tener que llegar— a ninguna parte, miserables esclavos de un tiempo que nos
sojuzga implacable.
¿Habló esa noche y todas las
demás, de ojos, el juglar de la Concha? No tendrá duda alguna quien tuvo el
antojo de adentrarse en la literatura que es siempre ojosa, argos en metáforas
que se enredan entre la belleza y la inquina, entre la seducción y el
aojamiento, que si sigue ahí el juglar, desde la sombra de los árboles
cualquiera podrá escucharle y saberlo más de fijo.
El monje Yunxia. Celebro haber
leído estos días pasados en estas páginas (un periódico es siempre como veste
inconsútil, es decir, sin costurones desde su primero hasta el último
número), que la mítica sabiduría de los monjes taoístas que hace mil años
vivían como ermitaños en las montañas sagradas de China habían descubierto no
solamente interesantes claves de la publicidad y otras argucias comerciales
(sobre todo en forma de esos encantadores trozos literarios que suelen ofrecer
los medicamentos a manera de prospectos y cuya lectura es uno de los mayores
placeres a los que tan difícil es sustraerse), sino que, uno de ellos, el monje
Yunxia (Nubes de colores), que murió en el año 928 y que formaba parte de una
escuela de ermitaños-doctores llamados los danding que aún pervive más de mil
años después, crearon «un gran número de fármacos para los ojos capaces de
curar la miopía, las cataratas e incluso evitar que los globos oculares lloren
debido al viento».
Acaso los nuevos métodos de
compra y venta de internet nos haga posible esa compra tan necesaria de
medicamentos tales que estamos tantos tan enfermos ocularmente que cuando
viene umo con «los ojos limpios» (que él lo dice que así viene y tanto nos
cuesta y nos costará y no le creeremos que de esa manera vino), es cuando más
nos damos cuenta de nuestras máculas oculares, cataratas, légañas,
estrabismos, ojerizas y otros espantos múltiples, empañada nuestra mirada en
telarañas de odio y sumergida en piscinas de rencor.
«La lámpara del cuerpo es el ojo;
si tu ojo es limpio, todo tu cuerpo será resplandeciente», escribe Lucas
(11,34), pero aparecer con bandera blanca como es la mirada limpia en el campo
de batalla, en tierra donde se dirimen cruentas luchas como entre güelfos y
gibelinos, yorkerianos y lancasterianos, capuletos y mónteseos, agramonteses y
beamonteses, todas las facciones enemigas que recordar se pudiera, y tan lejano
el abrazo si no es para hundir el puñal entre las costillas y aproximación
solamente la mínima para disparar los consabidos dos tiros en la nuca y de
remate el tercero para el abatido en tierra, es ejercicio de ingenuidad como
poco, de iluminación tan beatífica que hasta pudiera hacer pensar que fuese
posible aún el mirifico hecho del lobo de Gubio, que alguien tendrá que decir
alguna vez, aunque con la boca en espu marajos de rabia sea, que es el
nuestro, viento que arrastra arenas de guerra y que seca y hasta socarra el
globo ocular y hace que se derramen lágrimas que pudieran semejar regueros de
amargura, ojos para llorar sin duda, lámparas veladas o hasta apagadas.
Polifemo. Dicen algunos que, de
todas formas, más práctico que tener los ojos limpios es tener ojo de buen
cubero y hay hasta quienes se inclinan por el ojo del buen estibador, no sea
que el barco, ya en la mar, se escore demasiado. Pero esto es no conocer el
mandala del ambicioso, del que traza sus propios círculos y traza sus
coordenadas, que un experto navegante debe saber interpretar las señales que se
marcan en su bitácora o aguja de marear, en la que se ha de ser experto.
En lo que a ojos se refiere,
hemos tenido, creo, una buena exposición en este festival de cine que ha
finalizado. Eran ojos de humillado perpetuo por su baja estatura los del enano
Finbar McBride que tuvo que buscar la zona muerta de una abandonada estación de
tren en New Jersey para que le dejaran tranquilo, y ni por esas; ojos
temerosos siempre las de la mujer maltratada en su hogar y en ese filme cuyo
título habla de ojos y de donación; ojos de observador de lo cotidiano en el
realizador de esa Suite Habana, ya ciudad desmitificada; «ojos que no ven» en
el Perú de Fujimori...; en cualquier caso ha sido semana de ojos la pasada, de
lámparas diáfanas o turbias proyectándose en la pantalla.
En retorno hacia Itaca, Ulises
barrenó con antorcha encendida el ojo único de Polifemo, pero, a fin de
cuentas, más que a Ulises que debió proceder así por su sal vación y la de los
suyos, debió echar la culpa Polifemo a su padre Poseidón, dios aciago que tuvo
la humorada trágica de ponerle un solo ojo en su frente cuando hay tanto que
mirar y llorar que un solo ojo no puede dar abasto.
Y, tratando de sacar lección
válida de la vida más que de la fantasía, cómo no preguntarse si vale la pena
vivir ciego (y mudo e inmóvil, además) inserto en la estupidez y en la crueldad
o, si no será mejor, como en el caso de Vincent Humbert, y aunque no tengamos
mater salvatoris como él, buscar esa eutanasia que nos libere de tantos
pajarracos siniestros como nos sobrevuelan.