De quién, las plazas, los
jardines?. Gessler plantó en mitad de la Gran Plaza de Altford, su poder, es
decir, su sombrero. Basta un sombrero (o, da lo mismo una boina) para
testimoniar un acto de conquista, igual que un Cortés o un Pizarro clava la
bandera y la cruz en las arenas de la playa incorporando mares y territorios al
imperio, gesto plagiado hasta por navegantes espaciales a instancias de Arthur
C. Clark y Stanley Kubrick. El episodio de la conquista de la plaza de Altford,
nos lo dejó escrito Schiller y lo musicó Rossini, y echando la vista hacia
atrás, muy atrás, pensamos algunos que Gessler dejó su sombrero en plena calle
para que diera ocasión a la Historia para que hiciera surgir el héroe, ese
Guillermo Tell, ballestero de pro, que era previsible que por dicha calle
pasara, y que llevaba dos flechas, como luego se supo, en busca de corazón, el
de la manzana en primera instancia y el de Gessler en su segunda en un por si
acaso, tensos los músculos del brazo para que no hiciera falta más que una,
pero tensa también la atención y la emoción en la intención del héroe para
que, en el caso de que fallase y reventara la cabeza del hijo, explosionara el
segundo proyectil, raudo y certero, en el corazón de Gessler.
La boina. Colocar una boina en el corazón de un jardín es posible
que sea una forma de conquista, da lo mismo mandada plantar o por Gessler o por
Guillermo Tell. Aunque no sea nada más que eso, puede significar mucho para los
sedientos de la libertad que son muchos en esta tierra, planta de la libertad
que no crece por mucho que se la quiera regar por unos, que ha habido y habrá
otros que la pisarán descaradamente. Y, de todas formas, quien puso la boina en
el jardín, siempre Gessler ya sea disfrazado de Guillermo Tell o de Gessler
(que siempre será lo mismo y el mismo), lo que quería era conquistar el jardín,
que es como el corazón de la tierra con manos de rapiña y tratar de
amedrentar, en ejercicio de acoso continuo, a los sedientos de la libertad,
que ésa sería no sé bien si la segunda o primera o tercera flecha en la aljaba
de Tell, que es verdad que me pierdo. (¡Dios!, y qué laberintos se ve obligado
a transitar el pobre escribidor para que su escrito pueda ver la luz sin
despertar sospechas. ¿Quizás, más que en los viejos tiempos de la artesanía
interlineal?)
La adularla. Ellery Queen (seudónimo de Frederic Dannay y Manfred
Bennington Lee, maestros en el arte de la novela criminológica) nos decía en
su libro de relatos Calendar of Crime y en el episodio de La aventura del ojo
de la aguja correspondiente a agosto, que la adularía, una variedad de mineral
ortosa transparente considerada como joya, «era un objeto sorprendentemente
moral, que a sus legítimos dueños les acarrea el bien» y de propiedades tan
singulares algunas que «si se la ponen en la boca las noches de luna llena, les
revela el porvenir», además de que excita al amante y enfría al acalorado, cura
la epilepsia, hace fructificar los árboles. etc... Pero ¡ay! del que se apodera
de ella siendo una mano ladrona, porque invoca y despliega entonces todo el
tenebroso lado de su naturaleza y descarga sobre el ladrón calamidades sin
cuento.
No sabemos si el hombre de la
boina en el jardín poseyó alguna vez la adularia y, si así fuera, lo mantuvo
alguna vez en su boca, aunque habría que concederle la duda de que, de ser así,
no pudo augurar, pese a todo, el porvenir de la manera como ahora lo vemos,
con tan lúgubres tonos y aún peores presagios que sería necesario recurrir a
Bacon para acertar con sus tonalidades, o a qué director de escena acudir para
que nos diera la versión aproximada de este pandemónium de despropósitos en
donde entran en liza hasta los himnos, que no diré que la trompeta del Apocalipsis
ya está tocando por nuestras antípodas el Himno de Riego, pero sí que las
músicas de la conquista, sin las cuales nada se puede pretender en este país de
melómanos per se, bien educados musicalmente por ochotes y orfeones, parece que
quisieran desceñirse del son anteriormente adoptado y que a todos nos sirvieron
mediante la ley del embudo, y no contentos con ello, quieren arrebujarse
rescatando viejas tonadas guerreras.
Ionesco, Zunzunegui, Celaya. La
suerte de las estatuas es perecedera. De las que conocemos la más admirada
puede que sea la de Espartero, no por el general sino por los atributos de su
caballo. En cuanto a la representación de la conquista del jardín por el hombre
de la boina, puede recordarle a alguno quién sabe si alguna obra teatral a lo
Eugene Ionesco, que es como decir de personas que se transforman en
rinocerontes; o, quedarnos, mejor, en las leves sutilidades satíricas de un
Zunzunegui, el portugalujo que nos habló del hombre que iba para estatua, que
él, bien que sabía que «todo pueblo que se tenga por tal debe tener por lo
menos, una» y, que, «un pueblo sin estatua es como un nuevo rico sin querida»;
o, el más definitivo de Gabriel Celaya que en El relevo nos confesó, a modo de
divertimento poético, de esa estatua que está en el parque público, que «desde
niño tuvo vocación de estatua», que nos avisa de que no creamos que una
estatua no sirve para nada, que ^una estatua no son otra cosa que una especie
de pisapapeles, sino que hace profesión de fe, y hace decir a esta amable estatua de su jardín
poético, que «si las estatuas no brindáramos el ejemplo de nuestra aplomada
vulgaridad y de nuestra voluntarlo convencionalismo, el orden se descompondría
y todo el mundo cedería a la tentación de hacer lo primero que le viene en
gana, que los tenderos escribirían poemas, las colegialas se fugarían con los
taxistas, los obreros fumarían habanos, los Intelectuales se volverían ministros,
y los locos acabarían por tener razón», que prosigue diciendo que «¡Aaaah,
señoras y señores!. El viento vacío de la fantasía amenaza hoy mas que nunca
con el desorden, pero aquí estamos las estatuas, con todo nuestro peso,
obligando a que las cosas sigan donde estaban, y a que hoy sea como ayer, y
siempre igual», que es lo que algunos piensan y quieren pensar, y de ahí la
conquista de los jardines por medio de estatuas que más parecen estantiguas,
¡qué cosa!.
adversarios ni por
aquéllos cuya representatividad se arrogan.
Josu Ikatzategi
(DNI: 15.114.584-L)
Las mujeres. La sociedad se preocupa más del terrorismo, del paro, de las hipotecas,
y otras cosas, pero la vergüenza social es de la violencia de género que cada
día lleva al sufrimiento a más mujeres. Parece que determinados hombres, que
no merecen llamarse tales, se han vuelto tan materialistas que se creen que las
mujeres en vez de ser personas son objetos de los que ya no sólo se puede hacer
uso 'a lo machito', de usar y tirar,
sino que se puede ejercer de tirano con algún semejante, que no se dan cuenta
que son personas igual que nosotros.
Lo peor de todo es que la gran
mayoría de la sociedad ni siquiera las ve. Las mujeres están ahí, han estado
toda la vida y quien es capaz de no verlas, hace falta ser bruto, insensible,
inhumano y no ser persona, para no ver en la mujer otra persona, hace falta ser
un criminal, no ser persona para ejercer violencia contra una mujer, contra
otra persona.
Cada día se escucha una barbaridad
nueva, una más bárbara, de la que es protagonista un ser que no ve a las
mujeres, que mira, pero no ve, que es tan cobarde que