Ahora que nos agoniza el año me
apetece mirarlo como a un río, henchido e inundado de noticias, aguas que
entraron bajo el túnel de su molino y pudieron salir, o tenebrosas y
sanguinolentas, o doradas en el milagro de la harina molturada que, antes de
depositarse, fue o nube o cendal o gasa o misterio volandero. Todos los seres y
cosas soñamos con volar, y algunos, como la aurora o ese polvo de harina de las
noticias, o los rayos de sol que lo coronan, lo consiguieron previamente.
Un río llamado Carlos. Quedarse a la orilla del río contemplando su
fluir puede ser oficio de soñadores, sin duda, de los que algunos fueron
tocados con el don poético y nos quedamos otros, en cambio, con la boca boba y
abierta, con los ojos rojos y abiertos, con oídos que no oyen y lengua que ni
balbucea. Ante el Duero se quedó Gerardo Diego con su estrofa hurgando, como
con palo quebrado y cerco de ondas, no en sus aguas sino en su soledad de río
sin compañía («Río Duero, Río Duero,/ nadie a acompañarte baja;/ nadie se
detiene a oír/ tu eterna estrofa de agua»); y, a un ^ío llamado Carlos -Charles
River, allá en Cambridge (Massachusetts)se le quedó mirando Dámaso Alonso y lo
encontró fluyendo y lleno de tristeza, que sí que es verdad que dos ríos
siempre anhelan futuro», como clamaba y reclamaba Dámaso ante ese río, pero que
no por eso no fuese tristeza gris lo que veía sobre su haz, que es «porque sólo
fluye en el mundo la tristeza», ^ como esas noticias de este año pasado nos
manifiestan.
Ti-Chin-Fu. Ahora que el año agoniza y nos dicen que el Beagle 2 no
contesta, sería , el momento adecuado, creo, para pensar en aquel hombre que,
evadiéndose del delito, se fue a Portomarte (no me acuerdo ya si con Hilda o
sin Hilda), como nos decía Bradbury En realidad, todos los que cometimos el
delito de matar hemos tratado de amartizar en Portomarte. El viaje ha sido
largo, pesado, de denso tránsito de millones de objetos volantes no
identificados y frecuentes chaparrones de aerolitos que chocaban contra la
nave, la herían en su caparazón, penetraban en sus intimidades. Pero la
cuestión era llegar a Por tomarte, con Hilda o sin Hilda. La verdad es que
somos muchos los que hemos cometido asesinato y en Por tomarte hay parecida
congestión de tráfico como en la avenida de Everest, en su plena cima, que
quizás los montañeros de alta montaña ya son tantos como los asesinos.
Naturalmente, de quienes ahora hablo es de los asesinos mentales, de los
asesinos consentidores que, si no llegamos a matar no fue por falta de ganas,
asesinos en potencia por así decirlo aunque no lo fuésemos de acto, encuadrables
en la extensísima lista en la que figura, en lugar de honor, aquel pobre
amanuense llamado Teodoro el encanijado' que paraba en la casa de huéspedes de
doña Augusta en la travesía de la Concepción, número 106 de la Lisboa de Eca
de Queiroz y a quien, lector empedernido, le fue dada la gracia de tocar la
campanilla letal para el Mandarín, el pobre Ti-Chin-Fu, a quien, cuando estaba
en su jardín tratando de hacer volar a un papagayo de papel le sorprendió el
tilintín de la campanilla y se quedó muerto sobre la hierba verde vestido de
seda amarilla y a orillas de un arroyo susurrante, mientras un fru-frú de
dinero contante y sonante, que era su capital inmenso, volaba hacia los pobres
bolsillos de Teodoro.
La anestesia. Los dineros, si son suficientes, pueden anestesiar,
pueden aletargar cualquier conciencia. Los dineros, como se sabe, son varios y
pueden encuadrarse, asimismo, en la abundantísima relación de los 'idola' de
los que trató, con atractiva exposición, aquel maestro de la Lógica que fue el
barón de Verulamio, dineros de moneda, de poder, de fanatismo... Y, matar es
fácil cuando se acostumbra, una sucesión de asesinatos con la misma daga, el
mismo cuello. el mismo corazón, la misma sangre, asesinatos mentales que se
convertirían y se convierten en reales cuando la conciencia ya es ángel
domesticado o bestia domesticada. Así, los ríos están vestidos de las mismas
aguas y una muerte es continuación de otra y comienzo de otra, nada más que un
eslabón. Matar es, en definitiva, una cadena cuando ya se ha matado al Mandarín
y allá, en el fondo de la China milenaria, en los lejanos confines de la
Mongolia, en su jardín de fantasías inenarrables, ha florecido de nuevo aquel
fruto que tanto se parecía a aquella única y enana naranja dorada, un sabor
único por nada sustituíble, la ambrosía que solamente se servía como plato
singular en aquel restaurante chino, de entrada que tilintineaba como la
campanilla letal para el Mandarín, un recuerdo entero y neto de un día más que
fragmentado, un sabor que siempre nos sabrá a dulce sabor de desquite que no de
revancha (que es galicismo) y que nunca podremos marginar cuando nos estorba.
Islas. A Hölderlin no le bastaba mía isla sino que soñaba en
archipiélagos («Creta se yergue y Salamina verdea; alboreada de laureles,
florecida de rayos, levanta Délos a la hora del amanecer, entusiasmada, su
cabeza; Tenor y Chios abundan en frutos purpúreos; de las embriagadas colinas
mana el vino de Chipre, y en Calauria se precipitan arroyos de plata»). Ulises,
señor del itacaísmo, no es insular, sin embargo, sino nauta, que es todo lo
contrario, mientras que sí lo fué, y con cuánta amargura final. Napoleón, a
quien el destino convirtió en islero, en isla nacido y en isla no muerto sino
recluido, que nunca cometeremos el sacrilegio dé decir que alguna vez Napoleón
pudo morir siéndose inmortal. Y, de islas, vamos aprendiendo todos en la. vida
cuando los años pasan y nos sentamos en ese banco de la estación y vemos pasar
los trenes (andrajosos estos trenes nuestros, qué duda cabe, cuando otros
mejores nos ofrecen para algún venidero año que no disfrutaremos o no
penaremos, según se mire). Acaso, la percepción de la isla como celda, como
caja que se estrecha y nos ahoga, es lo que estamos sintiendo aquí más
vivamente mientras existimos, mientras vivimos, mientras vegetamos, mientras
sufrimos tanto acoso tan interminablemente.
Y vamos sintiendo el síndrome de
Mitrídates en su reinado del Ponto (¿habrá que decir a estas alturas quién era
Mitrídates. quién es Mitrídates, mientras se me agotan en mí ábaco los días de
este año y no me alientan las enjundias para los venideros?). Mitrídates, en
su reino del Ponto, viendo el paso de los días, que son como los ríos, como los
trenes, bebía su dosis diaria de veneno para inmunizarse que es lo que hacemos
regularmente tantos viendo pasar los días, que son como ríos, que van como
trenes y quisiéramos inmunizarnos. ¿Habrá que decir, digo, quién es Mitrídates,
encerrado tantos años en su isla, en su caja que se le va estrechando, cuando
las calles son espejos y nos van reflejando?...