Hablé de diaconisos y me sacaron
la tarjeta; roja o amarilla no importa. Hablé de diaconisos que, una vez más,
intentaban expulsarme, la espada flamígera en la mano, entretenidos los sumos
sacerdotes en sus aburridas melopeas que ya duran un siglo. Hablé de diaconisos
y me sacaron la tarjeta diciéndome que no, que los diaconisos no existían, que
solamente los diáconos y las diaconisas (que me parece a mí qué será ésta
palabra de vida exigua y mutará a diácona, como a sacerdota la sacerdotisa,
etc..., que un final en «isa» ya no cabe, que fíjense si no en poeta y poetisa
que de éstas no queda ni una a pesar de tantas' mujeres que escriben versos).
Hablé de diaconisos y me sacaron
la tarjeta, que aunque ya sabía de su existencia, vi correr por el campo, de
banda a banda, a tantos árbitros y jueces, diccionario y gramática y pandectas
y catecismo bajo el brazo, cejijuntos, inexorables, el penalti, el guardameta
fusilado al atardecer, encuadre de los palos, todos lo padecimos, lo padecemos
y sólo unos pocos lo han visto, el guardameta está aterido, solo, el proyectil
hará carne, lo teme, lo sabe, se rasca el pecho por donde entrará la bala, hay
que tener espíritu de sádico para verlo bajo el sombrajo del palo tan víctima,
para vernos (acción reflexiva inevitable). Al fondo, atravesado su cuerpo, está
el infinito, ninguna luz verde, ninguna esperanza.. Ante las camas de los
paritorios, vaya o no esto a peor como aseguran los agoreros, desafiante para
que las vean quienes se asoman y exigen sitio para vivir, para que el naciente
las vea y las lea (que todos nacemos sabiendo leer y llorar y, por eso lloramos
al nacer y leer lo que está puesto y lo que nos espera), con un par de frases
basta. La de Dante ante el infierno. La de Auschwitz. «Por mí se va a la ciudad
doliente». «El trabajo nos hace libres». A fin de cuentas, ¿qué' es mejor, la
verdad o la burla?
Lo Neutro. Hablé de «ánjeles diaconisos» y, antes de que me
sacasen tarjeta, me acordaba de Juan Ramón, fuerza y poder de su «j» O,
preferiblemente, mejor de su honda poesía. Recordemos un poema, aquel poema, el
poema: «Se paraba/ la rueda/ de la noche.../ Vagos ánjeles malvas/ apagaban
las verdes estrellas». La del 27 fue añada de muchos ángeles y muchas
estrellas. «Mi pena es porque esas nubes tan negras/ han borrado las estrellas» (León Felipe);
notariando la muerte de Antoñito el Camborio «im ángel marchoso pone/ su cabeza
en un cojín» (García Lorca), y, en su balada ingenua a Santiago, afirma
categórico el de Granada que «¡Eran ángeles los caballeros!». De Alberti y de
ángeles nada digo que no tengo suficiente espacio para contarlo. Etc, etc y
etcétera.
Pero me han sacado la tarjeta y
me han pitado penalti porque los diaconisos no existen, y entramos aquí ya en
un torbellino de contradicciones, de debates, de controversias, quién sabe si
de investigaciones sobre lo neutro en lo
angélico, neutro por antonomasia. digno de ser adoptado o comentado por
Blanchot. Me decía el otro día, el amigo Juan, que estaba leyendo la historia
del Imperio Romano de Oriente, y leyéndola en aquel escritor francés de
arraigadas creencias católicas que fue Daniel Rops, ensayista, novelista,
historiador, y me confesaba esa gran verdad de la que toda una generación
puede dar testimonio y que es que, penetrando en un ámbito histórico advertimos
la mutilación de que fuimos víctimas, de cómo hay un inmenso parque de un
millar de años, como el valle de Josafat de la Historia, que, no se sabe por
qué, nos fue vedado, nos dieron dos, tres, cuatro o cinco nombres
(Constantino, Juliano, Teodosio, Heraclio y poco más) y ya todo el gran Parque
está desierto, un gran parque que parece ser como el del primer tiempo bíblico,
de cuando «la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre
la haz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la haz de las aguas»,
un gran parque vedado, desértico, por donde transitaron grandes ciervos reales
o basileos, pero que tuvieron que ver, y mucho, con los ángeles, quién sabe si
también con las estrellas.
Sexología. Entre si eran galgos o podencos loa que se velan venir
en lo lejano, los dos conejos de Tomás de Iriarte (1750-1791) fueron
despedazados, no importa por quién, si por galgos o por podencos, pero lo que
sí ' supimos, a pesar de la veda sobre el Imperio Romano de Oriente, es que
allá en ' Bizancio no habían aprendido la lección
que luego nos explicaría Iriarte y se discutía sobre el
sexo de los ángeles que es asunto que interesa resolver también en hablando de
ángeles diaconisos que tanto nos asedian, que tanto nos conturban, que tanto
nos aburren en esta tierra de alubias rojas y proclamas levantiscas al estilo
de aquel cura don Manuel de Hernialde que acaso no hablaba mucho por su boca
pero que a cada paso, que es otra manera de hablar, hacía estremecer las
charcas y croar a las ranas y dejaba a los egoscués en decúbito supino sobre
las hojarascas de los boscosos caminos mirando, con ojos que ya no veían, al
lucero del alba.
Hablar del de los ángeles
equivale a hablar, ¿de qué sexo? Del primero, estuvo hablando la Humanidad
desde el principio de los tiempos y sigue todavía sin cambiar de monserga. Del
segundo, se podría elegir, como portavoz de las más autorizadas, a la Beauvoir
con la abundante masa que se le ha unido en estos tiempos nuestros, tan
solidarizantes. Del tercero y el cuarto, que no se habló en un tiempo lo
suficiente, la marea va creciendo imparable. ¿Colocamos a los ángeles en el
quinto? ¿Hemos llegado con ellos a la asexualidad o a la asepsia? Dice la
Biblia que «llegaron, pues, los dos ángeles a Sodoma a la caida de la tarde
(Gén. 19.1), y que cercaron la casa los hombres de la ciudad y llamaron a Lot
reclamando que los sacase para que los conociesen (Gén. 19,4 y 5)», qué ya sabemos
de qué tipo es el conocimiento bíblico, lo que nos coloca en mayor confusión
todavía a la hora de aplicar los géneros gramaticales, que por eso nos
inclinamos por el uso del neologismo «diaconisos» cuando solamente de tres
géneros nos habla la gramática y la vida rebasa con creces esa cifra.
Tengo la costumbre, ya inveterada,
resabios de mis orígenes sin duda, de que siempre que me ronda una teoría, y
cuanto más abstrusa mejor, en mi intento de
llegar con ella a
autogratificarme me pongo inmediatamente a jugar mentalmente a la pelota,
ganchos, voleas, besagaiñs, sotamanos, etc. De los pelotazos que el frontis me
devuelve, la piel ya abundantemente sangrante sobre la piedra monolítica (y
esto no es una película), miro a nuestros ángeles diaconisos y me veo, una vez
más y seguramente para siempre, surcando fronteras hacia tierras en donde
dejen de aburrirme con sus interminables peroratas y fanáticas demagogias.