De parecida manera a como Don
Quijote y Sancho topaban con la iglesia (El Quijote, II parte, IX cap.),
tenemos algunos la suerte, no sé si tan aciaga o venturosa, de tropezamos
frecuentemente con las quintas, villas, chalés, edificaciones varias, setos florecientes
o florecidos, alamedas umbrías, lápidas doradas, farolas relumbrantes,
epitafios ingeniosos o simplemente de obligado cumplimiento de la casa de los
muertos que, como no estoy hablando de muertos en vida, nunca será tan tétrica
como la pintada por
Y uno de los cementerios que he
revisitado esta semana pasada fue la de los libros, algo que encoge el ánimo,
no hay duda, que es toda una gran fantasía echada a tirar por los suelos, una
teoría de stands a dos bandas frente al edificio llamado antiguamente
Diputación (que ya ni sé ni quiero saber como se llama), en la plaza que se
llamaba de Guipúzcoa (pero que eso era antes de la epidemia de las 'k'es). Me
pareció que era, digo, como un gran balde de amor o de aguas amorosas que una
desconsiderada fregatriz hace derramar o desembocar sobre las losas de la calle
en los amaneceres fríos, grises, solapadamente hostiles, o en las de los
veranos calurosos, qué más da la estación; o, una piscina de sueños y ensueños
que se va llenando de otoñales hojas y el encargado de su limpieza, con su
larga adarga de escudriñador de suciedades, de hurgador de copromaterias en el
fondo depositadas va despertando; o, una ' mina de fabulosas historias
desperdigadas ' a modo de albañal, la siniestra ciudad en donde se hace posible
pisar lo más sagrado, manosear lo más limpio y puro, regatear hasta nuestra
misma conciencia ahí escrita, volumen tras volumen, toda la historia, el
acontecer, el derecho, la monografía, la psicología del humano, su fe y su
increencia, su maldad sin bondad que la compense que es prudente no esperarla
nunca del hombre si no se quiere perderse por ingenuo, el panorama anímico de
ese mortal de carne translúcida que es el hombre y que deja a la vista,
precisamente en los libros, su testamento entre sombras y luces temblequeantes,
un pabilo y otro y otro, muchos libros ya sin nombre de ellos que dejan reflejar
hilos de luz por entre las húmedas paredes, la babosa que se remansa en los
intersticios y asciende lenta, trabajosa, viscosa de babas prensiles hacia la
bóveda.
De peor cariz este cementerio, el
mundo del libro fenecido, muerto el impulso del que cogió la pluma y creyó que
iba ideando no importa si historias de ficción o de realidad, de delirios y
quimeras o de tragedias vivas, un mundo de tumbas pero sin la ácida Ironía que
ellos como en gotas destilaban desde lo mejor de sus encandecidos cerebros,
quiero decir de aquellas tumbas de Ambrose G(winet) Bierce o de los
emparedamientos de Edgar Alian Poe, puro amontillado el de éste y un padre topo
enterrado en su borrachera por una esposa fugitiva a cualquier intento de
forenses que quisieran poner mano y análisis en los entierros en profundidad,
que hadan que sus tumbas se cavasen en grutas que de por si eran catafalcos, no
los plácidos cementerios en el boscaje humilde que todo los días es alegrado
por el canto riente de los pájaros, de la brisa y de soles adolescentes, el
riente camposanto que se solaza a los ledos vientos del sur, coronas de flores,
farolas de luces con la vela que irá agostándose en el humo de la bendición que
no cesa. Tenemos algunos la suerte, no sé si aciaga o venturosa, de topar a
cada paso con un cementerio, y es que vamos camino de Polloe y todo lo que
hallamos al paso tiene que ver con esa ciudad tan soñada.
BOOkCrossing. La noticia
se la debo a 'faro47'. que así se llama como BoohCrosser oficial, el amigo
Fabian Rodriguez con el que comparto lo que para mi es una afición nefanda
digna de incluirse en el Necro nomicon de aquel árabe loco que se llamaba Abdul
Alhazred, que fue escrito en Damasco en el año 730 de nuestra era y que, en su
original, se llamaba Al Azif, como nos informara H(oward) P(hillips) Lovecraft
y que tiene una larga lista de traducciones y de adaptaciones. La nefanda
afición, comparable a la más insólita perversión que pudiera albergarse en
mente humana, se desdobla en dos, que una de ellas es la más inocente y que se
puede apagar bien por falta de oxígeno que es el tiempo y el interés y las
neuronas que se nos van perdiendo como gotas de cerebro licuado camino de la
estación de repuesto o del garaje más próximo y que es la lectura, y la otra es
la del libro así considerado, un objeto que es el feroz enemigo al que nos
abrazamos fieramente posesivos y fieramente poseídos, el libro que, desde las
estanterías, anaqueles, plúteos rebosantes nos arroja millones de ácaros que
son las letras, que son las frases, que son las ideas, que son las historias.
Y, digo que la noticia de este
nuevo cementerio me la ofrece, a su manera encantadora, “faro47”, es decir, el
antedicho Fabián Rodríguez que, impertérrito, sigue con su costumbre (que
seguro que algún dios avieso o algún demonio amigo se lo tomará en cuenta) de
publicar un libro anual en su admirable colección Bonsai, de Ediciones El
Minino, y cuyo último título, éste que se acaba de publicar, es Manumisión.
Sucede que, entre las aterradoras imágenes que le pueden acosar a un bibliómano
están éstas que le han asaltado al amigo Fabián Rodríguez, que ha sido que ha
visto a sus libros como esclavos, como sujetos a su potestad omnímoda de
dejarlos mudos en las alcancías, en el castigo y tortura que se supone que
puede ser el de un libro cuya misión primera y última, definitiva y decisiva,
es la de abrirse al lector con todas sus hojas al viento, y no poder hacerlo
así puesto que se ven en la obligación de permanecer cerrados, que linda,
acaso, con ese prepotente dueño de una rica pinacoteca y que hurta de su visión
a todos menos a él.
Hay libros insepultos que nos
piden acaso un lugar que no podemos darles por falta de espacio, y conozco yo
a aquel que. teniéndolos y no pudiéndoles dar lugar, los introducía en una
bolsa de plástico y se iba a una iglesia de bancos recónditos, el ambiente
bisbiseado por rezos, la luz de la hornacina chispeando de cuando en cuando y
haciendo notar la presencia de su dueño y señor, y se quedaba el hombre en la
umbría mirando solapadamente en su torno y genuflexeaba en la despedida y dejaba
el paquete de libros como la soltera parturienta de las viejas historias y el
torno del convento, que sucede que al joven colega, Fabián, le está llegando
la hora de las decisiones valientes y ha encontrado la manera de dejar que los
libros vayan desgranando su simiente de ideas manumitidos de su prieta
estancia en los estantes de la biblioteca por procedimientos informáticos que
sobrepasan mis nulos conocimientos en la materia.