Albert Camus, una lúcida mente
del siglo XX, nos sirvió su concepción del exilio en seis relatos, L'exil et le
royanme, pero a pesar de todo, y según el recuerdo que de ellos tengo, no creo
que recogen, más que en una mínima parte, el amplio panorama de los exilios.
No, al menos, en algo similar al ruido de las maletas, que ya se sabe que, en
algunas ocasiones, antecede al de los sables, y en otras, lo sigue, pero menos
aún en el exilio como esperanza, que hunde sus raíces en una insufrible
situación con la que es preciso terminar de una vez, quitarse de encima tanta
monserga de tantos años y des- cansar de tanta chinchorrera politiquería con
que nos estragan la mente y el gusto.
La situación, en última cadencia,
ya se sabe que está en el suicidio, que es una apelación para decir adiós a la
mentecatez ambiente, pero es una solución ante la cual la razón suele mostrarse
absolutamente irrazonable que creo que es una situación perfectamente explicada
desde los manuales de la psicología o no sé si de la psiquiatría, y se resiste
a usarla y evoca los distintos trances por los que pasar que, como mínimo, no
resultan ser muy cómodos y de ahí acaso el origen de nuestra resistencia. De
todas formas, creo que el del exilio es un fantasma que muchas veces se hace
presente, y tanto nuestra consciencia como hasta nuestra inconsciencia no dejan
de pensar en él, que a mi se me antoja como el caso de aquel personaje de Iván Bunin
que se compró un féretro y lo guardaba en su dormitorio, que no sé si lo dice o
no el gran escritor ruso, pero sospecho yo que, como Drácula, dormía muchas
veces dentro de él, es decir, todas esas veces en que rondaba ese fantasma
antedicho y lo más razonablemente defensivo era adoptar el gesto emblemático
del avestruz de enterrar la cabeza bajo tierra.
Las dos fórmulas. Aparte de la del suicidio, que puede ser solución
inapta para pusilánimes, creo tener no una fórmula sino al menos dos, para dar
remate a tanta tabarra con las que nos atosigan. Claro que las dos tienen que
ver mucho con las maletas, con aquellas ya viejas maletas que saqué a colación
hace algún tiempo -que reivindico que fui el primero, como lo pueden refrendar
las hemerotecas- y que se pusieron tan de moda que no había ni político, ni
comentarista de la ídem que no las mencionase, aunque sin pagarme los derechos
de autor, no hace falta decirlo. Pero, de todas maneras, me parece que es
conveniente siempre recordar algo de lo que la maleta ha supuesto en la
historia Universal, en la historia de España, en la historia de todos los
pueblos y de todas las gentes y, por supuesto, en este reducto territorial en
la que tanto les cuesta dejarnos vivir en paz.
Un poeta británico, Edwin Brock,
incluido en una antología de Antonio Cisneros (Poesía inglesa contemporánea,
Barral Editores, 1975), habla en su poema de cinco maneras de matar a un
hombre, y asegura, con punzante ironía, que el método más sencillo, directo y
limpio es asegurarse de que vive en algún lugar y dejarlo ahí, pero es que
tampoco habla del método del hombre con la maleta que quizás es más atroz, del
hombre a quien se le da una maleta para que camine, para que vaya haciendo jornadas
no se sabe adónde, no se sabe a qué, hombre errante por caminos que desconoce
y que lo único que sabe es alejarse, irse yendo cada vez más lejos que es el
señuelo que guía al que vive en determinadas zonas como en las que vivimos. De
quien trujo esta situación mejor es que no hablemos, que ya se sabe que acaso
es que se me permite decir una pequeña parte de la verdad pero no toda, por lo
que es preciso pedir cierto discernimiento y hasta cierta intuición al lector.
De todas formas culpables hay
muchos, de entre los que fueron maestros en el abandono y de entre los hábiles
en la rapiña, y lo que es evidente es que no vale lamentarse de premuras y de
excusarse diciendo que fueron inducidos a error, un lamento, un grito clavado
en el fango de los arrepentimientos que solamente pueden ser perdonados por
Dios porque «ése es su oficio» como decía aquel maestro en ironías que me Heinrich
Heine, que puestos a recordar recordaríamos muchas cosas que a algunos les
convendría no recordar.
La maleta. Tampoco es cosa de hacer una apología de la maleta, pero
sí de decir que al menos para mí es objeto al que le guardo un recuerdo
entrañable. De maletas y maletines podría escribir todo un tratado y me
extraña mucho que ahora que tanto se habla de viajes no se hable tanto de la
maleta, que me parece que es que otros elementos viajeros, han optado por la
mochila, y así les va. La mochila es impedimenta de explorador, acaso
proveniente de esos muchachos que fueron educados como boy scouts según los
mandamientos de Baden-Powell, muchachos exploradores que podemos encontrarlos
en cualquier sitio, incluso hasta en pasajes de Indiana Jones.
Pero, en lo que a mí respecta, otras han sido mis maletas,
como aquel maletín que se me enreda en la memoria de los viejos tiempos del
romanticismo y de las diligencias que los he vivido en la lectura de tantas
novelas, un maletín de médico de familias o donde imagino que guardaba sus
herramientas Jack el Destripador, de cuero revirado o hasta de cartón piedra
si se tercia que se guardaba en una oculta alacena de mi casa y con la que
inventé, de niño, crímenes terribles, y hay una maleta que es la maleta de los
tiempos pobres, la maleta que servía de asiento en los duros y traqueteantes
trenes de la anteguerra, guerra y posguerra, maleta para ir de soldado o a la
emigración, la maleta con la que escribió su libro reportaje de una España que
se quedaba flaca de gentes, de pueblos vacíos, de «adiós, mi España querida» en
las coplas de Juanito Valderrama creo, aquel escritor que se llamaba Angel
María de Lera y que tuvo sus momentos de gloria literaria pero que es gloria
tan efímera ésta, que ya quién se acuerda de Lera, quién de estaciones de tren
abarrotadas con gentes que se iban a la Alemania del milagro eco nómico, a la
Europa bella que el toro español embistió como nuevo Zeus para dejaro la
encinta, que me acuerdo ahora de que, con tantas cuestiones y tantas maletas y
tantas referencias me he olvidado de poner aquí las dos fórmulas de nuestro
remedio o de nuestra salvación que, pensándolo bien, pienso que es mejor que no
las ponga, que, acaso, de esta manera todos podremos dormir más tranquilos
que es de lo que se trata, aunque sí diré que son fórmulas que tienen que ver
con el exilio, fórmulas de exiliarse antes de que nos exilien, una retirada a tiempo
para que un dios justiciero, si lo hay, limpie nuestras moradas y limpias las
encontremos a nuestra vuelta.