Su corazón se aferraba a la idea
de seguir siendo hasta la muerte rey de su minúsculo reino». La frase está
escrita, y subrayada, en un libro de tapa azul veteada de grises y blancos y
rosas, como era el diseño habitual de la cubierta, a cargo de Enric Satue, en
la colección Literatura Alfaguara de los años 80. Lleva el número 249 y como
título Foe. Su autor, J.M.Coetzee, flamante Premio Nobel 2003 (como ahora ha
sido proclama- do). Se trata de un breve libro (213 páginas), eminente por
varios conceptos, pero, sobre todo, por el juego intraliterario o metaliterario
que se trae. El robinsonismo es detalle placentero añadido. Los que sufrimos
bajo el peso de la bota del robinsonismo agreste de ciertos 'jaunchos', sabemos
apreciar estas cosas, cuando acaso vemos (o que- remos ver) ironía,
epigramatismo, burla, en lo que no es, acaso, nada más que el leve vuelo de una
mariposa o el zigzagueo de la libélula del donaire literario que pasa o se posa
en las páginas que nuestras manos y nuestros ojos acarician despaciosamente.
Mahfuz, Xingjiang, Coetzee. Ya sé
que lo correcto y cortés es hacer la vista gorda con el fenómeno Coetzee, que
se me antoja a mí que, como en tantas otras oca- siones y con tantos otros
escritores, ha resultado ser para algunos, como si la Academia Sueca hubiese
optado por colocar arbitrariamente un autor a la adoración pública, a la manera
como aquel tirano, (Jessler, colocó su sombrero en la plaza de Altdorf para ser
reverenciado por todos y que dio lugar a que Guillermo Tell fuese encumbrado a
la categoría de héroe nacional suizo.
No opino así, y, en todo caso,
creo que la labor de la Academia Sueca, en la que tan- tas veces ha fallado tan
lastimosamente, no es tanto conceder lauros a autores conoci- dos como
descubrirnos y señalarnos a los menos conocidos, como últimamente en el caso de
los Mahfuz o Xingjiang, etc..., ilustres desconocidos por el tiempo en que nos
fueron mostrados pero que, después de conocidos, siguen siéndonos ilustres o
has- ta ilustrísimos. Si no se da igual circunstancia que ante los dos citados
en el caso de Cíoetzee es porque el sudafricano no era ningún desconocido antes
de ahora que, por el contrario, ya tenía su vitola de más que estimable
escritor en todo el mundo occidental aunque le pueda venir bien ser además premiado
con este galardón. En todo caso, me parece a mí que la misión de la Academia
está en hacer fijarnos más en el desconocido que en el conocido, pues que a
éste no hace falta que nos lo presenten.
Deföe y Unamuno. Leyendo pues por aquellos viejos tiempos a
Coetzee, y leída, creo que, con cierta intención o afán intuitivo y deductivo
(y quién sabe si hasta inductivo) ésa su mentada obra donde se atreve a
recrear la figura de Robinson Crusoe, creo que le sería posible a cualquiera
como me fue a mí, seguirle en sus imaginaciones metaliterarias que me hicieron
ponerme a subrayar, con intensa tinta roja, algunas memorables frases como
ésta: «El hecho de ir envejeciendo en su reino insular sin nadie que le llevase
la contraria había estrechado de tal modo sus horizontes -¡siendo el horizonte
a nuestro alrededor tan vasto y majestuoso como era!- que había llega- do a la
convicción de que ya sabía del mundo todo cuanto había que saber».
Para el que no haya leído esta
novela habrá que decir que la que asume el papel de la narradora es Susan Barton, hija de un francés cuyo
verdadero apellido era Berton, que huyó a Inglaterra para escapar de las
persecuciones de Flandes. La madre de Susan era Inglesa, y, como se ve, usaba
un apellido levemente cambiado (aunque en la traducción por parte de Alejandro
García Reyes del texto coetzeeano, se diga que 'corrompido'). Yendo al Nuevo
Mundo en busca de su hija raptada por un inglés, de vuelta a Lisboa,
desesperada de no haber podido hacer nada, tuvo la mala suerte de que la
tripulación de su barco se amotinara, abandonándola a ella junto al cadáver del
capitán, en un bote a la deriva. Bien podía decirse, como decía Susan en la
novela de Coetzeee y aplicando una frase brasileña, que «el corazón del
hombre es una selva oscura», que parece como si sincrónicamente a la lectura
de la famosa novela de Daniel Defóe, Coetze hubiese estado leyendo a Dante. Lo
que sucede a continuación pudiera compararse ron aquella entrevista que Don
Miguel Unamuno sostuvo en Niebla con su criatura 'nivolesca' Augusto Pérez
sobre los entes de ficción, condición a la que todos hemos sido condenados a
ser en verdad, personajes de 'nivola' que no hemos sido liberados de salir de
la niebla en la que vivimos sin «vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme,
dolerme, serme» como se le queja a don Miguel su Augusto Pérez, que no Robinson
Crusoe ante Daniel Defoe pues que se muere antes de que el buque mercante John
Hobart que se dirigía a Bristol con un cargamento de añil y algodón, echara
anclas frente a la isla, pero sí, en cambio Susan Barton, que llega a Londres y
tiene ocasión de encontrarse con el autor del robinsonismo, un encuentro tan
felizmente metaliterario que nuevamente nos satisfará en extremo.
Conrad, Baroja, Jarry. Pero las que más me valen para este momento
y hora, son esas frases subrayadas que anteriormente cité por cuanto que me
colocan ante esta incertidumbre que en este reino en donde tanto padecemos nos
ocurre, que hay historias muy claras, de novelística fascinante, en donde se
nos habla de hombres que quisieron ser reyes, a la manera de aquellos que se
proclamaron reyes en lejanas tierras como de algunas de las creaciones de
Conrad o hasta de Baroja o de Alfred Jarry se infiere (dirigiéndose alguno al
«corazón de las tinieblas», y con personajes como Paradox y Ubu en otros),
pero la metaliteratura se nos convierte en dura lastima de nosotros mismos, en
alarido y trémulo estertor ante los esperpénticos sucesos ocurridos en esta
comunidad que no pediré que Dios la maldiga porque ya debe de estar maldita por
todo lo que ocurre y va ocurriendo y es que a alguien se le metió en la cabeza
optar a reyezyelo y la metástasis ha ido desarrollándose de uno a otro
personaje como tumor de obsesión y así siguen entreteniéndonos a bufonadas
olvidándose de tantas tragedias como han sucedido por pertinacias tan obscenas
como detestables.
Como colofón de la lectura de Foe y de esas palabras por mí
subrayadas en aquel tiempo (que me dió por pensar que eran y son muy
indicativas a lo que tanto nos atañía y nos atañe), cabría hablar de un como
concurso de fácil adivinación, el de intentar saber lo que tan en evidencia
queda de a quién podríamos colocar ahora, y entre nosotros, el remoquete de
Robinson, de tan aferrado como se muestra a querer ser rey hasta la muerte en
su minúsculo reino.